Vicepresidencia y Ministerio de la presidencia
Colección Informe Nº 39
SUMARIO

Los Reyes en Europa
3. EL PREMIO CARLOMAGNO

EL DÍA DE AQUISGRÁN

Llovía en Aachen, la ciudad carolingia escondida en el bosque de Westfalia, mientras esperábamos al Rey un millar de fieles en la sorprendente Basílica. Dicen que Carlomagno, en el vértice de su poderío, después de la unción imperial recibida en Roma, dirigía con precisión castrense los oficios litúrgicos de su capilla palatina, cuyo cuerpo octogonal, inspirado en Rávena, constituye la mitad del templo actual. Ese estilo minucioso y puntual lo conserva todavía en la liturgia de la Catedral presente. Preside el gran coro gótico la momia del Emperador con su envoltura dorada, erecto en su silla curul con los atributos externos de la potestad romana y su fiel espada «Joyeuse», a su lado desde hace más de mil años. Las ojivas del siglo XIII se disparan hacia arriba en una crestería que contrasta con el teutonismo acendrado del conjunto arcaico. Ese fue el símbolo sentido del sacro romanismo.

Imponer un sistema civilizador en los pueblos que se extendían entre el Rhin, el Danubio y el Elba, dándoles una conciencia moral común. Así se logró un primer paso hacia la identidad de Europa. En Roma estaba la cabeza. En Aquisgrán, el corazón. Los medios empleados para ello no nos parecen hoy día aceptables para la sensibilidad moderna. Pero esta repulsa que nos producen los métodos del pasado ¿no son la constante lección que ofrece la historia a quien recorre sus páginas?

El ciclo carolingio que impuso aquel gigantón musculoso y estentóreo que guerreaba sin cesar de una a otra frontera; que se bañaba desnudo entre sus caballeros palatinos en las aguas calientes y sulfurosas de sus piscinas de mármol, debió ser, al decir de sus biógrafos, un personaje de torrencial vitalidad y de convicciones absolutas y dogmáticas. Lo que logró en la construcción política duró poco en su proyecto primitivo, pero transcendió en el tiempo, durante siglos, en otras versiones impuestas por las circunstancias, pero derivadas del impulso inicial. Quizás sea oportuno recordar aquí el sentido anticipador que tuvo su obra en dos aspectos. Uno fue la convocatoria, dos veces al año, de la asamblea de tos notables del Imperio a los que rendía personalmente cuenta y noticia de los grandes problemas que afectaban a sus enormes dominios, que iban del Ebro a Dinamarca y desde el Rhin al Adriático. En una época en que no existía la red informativa entre los pueblos sino a través de correos singulares, este contacto del Rey con los margraves y señores feudales —con vozarrón dominante— en el aula del palacio, creaba un clima de conocimiento mutuo que servía de elemento cohesionante. La otra gran novedad del sistema carolingio fue la amalgama que realizó entre la realeza y la cultura, rodeándose de las grandes figuras del saber del ochocientos que lo acompañaban en una academia dialogante. Carlomagno hablaba el latín, pero tuvo gran dificultad en escribirlo. Sus hombres de ciencia y sus poetas dieron a la Corte de Aix-la-Chapelle un tono de renovación al que se le llamó el primer Renacimiento europeo. Aquisgrán fue una Florencia francogermana «avant la lettre». Abrió el camino a los que en siglos sucesivos asociaron la función de la Corona con las creaciones del espíritu.

Habló el Rey de España en el gran salón del Rathaus después de recibiremocionadodel Burgo-maestre de la ciudad el galardón imperial. Sus palabras bellas y precisas, impregnadas de serenidad, fueron interrumpidas una y otra vez por el tumulto de los aplausos. Había en el abarrotado ambiente un visible clima de entusiasmo sincero. El Rey de España es hoy día para la opinión de la Europa occidental el representante visible de la transición hacia la democracia; el hombre de Estado que posibilitó la instauración pacífica de un sistema constitucional. Y el que supo defenderlo con arrogancia y gallardía en las horas de peligro. Esto lo han entendido los pueblos y los gobiernos de la Europa occidental con transparente claridad.

Antes de su discurso, habló el Canciller Socialdemócrata de la Alemania Federal, Helmut Schmidt, en términos de gran sustancia política por encima de las cortesías protocolarias. Fue un compromiso público y explícito hacia España; hacia la complementaridad que representa el ingreso de España en la Comunidad y —¿por qué no decirlo?— acentuando al mismo tiempo la solidaridad de las democracias parlamentarias occidentales con el destino futuro de la joven Monarquía constitucional española. «Las crisis intercomunitarias suelen ser a veces útiles para sacar a relucir los problemas latentes o escondidos y obligan a tomar resoluciones para resolverlos». La Comunidad tiene dificultades pero sigue siendo uno de los instrumentos necesarios para la construcción de la unidad política de Europa. Aunque tarde algunos o muchos años más, el propósito unificador del Continente es un proceso irreversible.

Recordó don Juan Carlos la componente trascendental del europeísmo en la historia, y su proyección universalista. Es decir, su permanente objetivo de ir más allá de sí mismo en un «plus ultra» repetido. Fue asimismo una nota destacada del discurso su profesión de europeísmo como algo que se halla implícito en la inmanencia de nuestro ser nacional. También aludió el Rey a nuestra condición transatlántica de «nación americana». Fueron palabras muy bien escuchadas en aquella concurrencia de europeos señeros, ávidos de oír el mensaje del descendiente de Carlos V, en el histórico salón.

Al salir del edificio, en la plaza, junto a unos cientos de trabajadores españoles que aclamaban a los Reyes, desentonaban con silbidos, consignas y pancartas, grupos de jóvenes radicales alemanes que protestaban por nuestra integración política en el atlantismo militante. La policía vigilaba discretamente el coro discrepante. «Es nuestra forma de organizar la convivencia pública en libertad, dentro de la ley. El derecho a disentir es la esencia de la democracia», me decía un distinguido parlamentario europeo. Es la diferencia que existe entre Aquisgrán y Varsovia, entre el Oeste y el Este. Para evitar que los derechos se conviertan en delitos es para lo que mantienen sus estructuras defensivas los pueblos de Europa occidental con la inclusión de España.

JOSÉ MARÍA DE AREILZA
Presidente de la Asamblea del Consejo de Europa

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