Vicepresidencia y Ministerio de la presidencia
Colección Informe Nº 32
SUMARIO

Informe de la Comisión de Expertos sobre Autonomías

II. PLANTEAMIENTO GENERAL

1. La generalización del sistema de autonomías

La Constitución española de 1978 se abstuvo de establecer un mapa regional de España, ordenando la instauración de Comunidades autónomas en todos los territorios que la integran, limitándose a reconocer a «las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica» (artículo 143.1) el derecho de acceder a su autogobierno y constituirse en Comunidades autónomas con arreglo a la Constitución y a lo dispuesto en sus respectivos Estatutos de autonomía.

Con independencia de las valoraciones que pudieran hacerse de la referida opción constitucional (adoptada en un momento en que era previsible, sobre todo por la súbita eclosión autonomista producida en el período de elaboración de la propia Constitución, una generalización de las autonomías territoriales), interesa sobre todo dejar constancia de lo que de sus previsiones ha resultado ya en la práctica: existen tres Comunidades autónomas constituidas, y una mayoría de los restantes territorios españoles o bien tienen sus Estatutos elaborados y a la espera del debate parlamentario o, cuando menos, han ejercido la iniciativa autonómica manifestando formalmente su decisión de constituirse en Comunidades autónomas.

Persisten, no obstante, los debates en algunas provincias acerca de si es o no oportuno emprender la vía autonómica. En otras, sobre si debe o no seguirse el procedimiento cualificado del artículo 151 de la Constitución. En otras, en fin, sobre la conveniencia de sumarse a las provincias limítrofes o acceder a la autonomía en solitario.

Todo ello contribuye a que todavía hoy no pueda definirse con precisión la configuración final del mapa autonómico y, sobre todo, lo que es más importante, a que no pueda saberse con exactitud cuánto tiempo habrá de pasar hasta que esté completamente formado.

La Comisión entiende que esta situación es notoriamente inconveniente, que perjudica la racional y ordenada atención de los asuntos públicos y que produce a los ciudadanos el lógico desasosiego que deriva de la incertidumbre, de la imposibilidad de aprehender las líneas maestras del modelo de Estado hacia el que nos encaminados, y de la duda razonable acerca de si no habrá que pagar un precio demasiado elevado en el tránsito.

Hallándonos en estos momentos a mitad de camino de la generalización de las autonomías territoriales, resulta conveniente acelerar el proceso en la medida necesaria para concluir la primera fase de la etapa de transición, que debe finalizar con el acceso a la autonomía de la totalidad de los territorios españoles.

No es saludable para la organización del Estado el mantenimiento por mucho tiempo de una doble y contradictoria faz, de manera que sus estructuras respondan a la vez a los principios de la centralización más severa y de la descentralización más profunda. Si ello se permitiera, el Estado, como totalidad organizativa, tendría que ajustarse simultáneamente a dos patrones distintos, ordenarse sobre la base de dos modelos opuestos, producir normas de estructura y alcances diferentes para cada parte del territorio, desarrollar políticas distintas en cada espacio concreto, funcionar, en fin, con arreglo a dos mentalidades. En estas condiciones sería muy difícil, si no imposible, que la máquina administrativa, quienquiera que sea el que la maneje, consiga asegurar un nivel mínimo de operatividad social.

La funcionalidad del Estado sólo podrá asegurarse a partir de la situación actual, activando el proceso de generalización en curso de forma que en breve plazo pueda quedar despejada la incógnita principal y definitivamente establecida la nueva estructura.

2. Correcciones constitucionales a las iniciativas autonómicas

Sin embargo, la aceleración, por las razones dichas, no puede consistir en una remisión total de la conclusión del proceso a los territorios interesados, sino que implica la utilización de algunas previsiones constitucionales que delimitan el derecho de acceso a la autonomía y permitan corregir algunos excesos que podrían resultar de la aceptación incondicionada de las iniciativas locales.

En este sentido, estimando la Comisión que resulta ya conveniente la generalización del sistema de autonomías, cree también que no es menos necesario que las Comunidades autónomas que se constituyan deban sor suficientemente sólidas, con dimensión, población y recursos bastantes para asegurar el óptimo prestacional de los diferentes servicios públicos cuya titularidad han de recibir y la imprescindible autenticidad de la vida política que ha de desenvolverse en su seno.

La propia Constitución ha previsto este problema y ha establecido principios de los que debe hacerse uso decididamente. En efecto, para nuestro texto fundamental que accedan a la autonomía provincias aisladas es algo rigurosamente excepcional. Tan sólo se admite un planteamiento contrario para las provincias que tengan «entidad regional histórica» (artículo 143.1), concepto que no es posible rellenar con meros sentimientos provincialistas ni con abusivas -apelaciones a singularidades históricas. Más bien cabe entender que, al margen de casos muy notorios, la Constitución ha establecido una prohibición con reserva de excepción en relación con dichas iniciativas uniprovinciales. En efecto, establecidas las citadas excepciones, ninguna provincia puede acceder en solitario a la autonomía si no lo autorizan previamente las Cortes mediante ley orgánica (artículo 144.1).

He aquí, pues, un instrumento de eficacia decisiva cuya utilización la Comisión recomienda en los términos que más adelante se expresan.

Otra limitación a la libre iniciativa territorial en materia de autonomías consiste en la habilitación constitucional en favor del Estado de poderes suficientes tanto para reconducir las iniciativas autonómicas abusivas, permitiendo la integración de algunos territorios en Comunidades más amplias, como para impedir que queden en el seno del Estado

islotes no autonómicos con respecto a los cuales hubieran de conservarse las estructuras y procedimientos de acción propios de la Administración centralizada, con los costes y distorsiones organizativas, fácilmente advertibles, que ello conllevaría.

Para evitar los retrasos y también para superar los intentos de automarginación del sistema común, deben aplicarse las referidas previsiones constitucionales [concretadas en el párrafo c) del artículo 144] de manera que el mapa autonómico de España quede completo.

3. El mito de la uniformidad. Las verdaderas exigencias del principio

La generalización de las autonomías territoriales no implica la total uniformidad del sistema de manera que unas Comunidades sean idénticas a las demás, en cuanto a sus instituciones y poderes. Podría afirmarse con mayor seguridad justamente lo contrario y añadir que en materia de organización la variedad no es inconveniente, sino incluso precisa.

Se ha hecho, sin embargo, entre nosotros un mito de la uniformidad (aun por quienes durante mucho tiempo se han lamentado de que la aplicación de la misma regla al régimen local ha contribuido a asfixiarlo), cuya inconsistencia urge dejar al descubierto.

El nacimiento de la aspiración uniformista ha podido alimentarse de una interpretación constitucional según la cual la propia Constitución habría auspiciado la instauración de Comunidades autónomas de primera y de segunda categoría, distinción sobre cuya base han podido organizarse luego los sentimientos de discriminación y apoyarse los intentos de llegar desde el primer impulso a la cota máxima o techo constitucional de la autonomía.

Es preciso poner todo el énfasis posible en explicar que la Constitución no impone, en verdad, dos clases de Comunidades autónomas. Lo único que establece, por lo demás con toda prudencia, es un período transitorio para que la mayor parte de los territorios puedan ostentar los poderes propios del modelo único, tránsito del que sólo dispensa a algunos territorios en los que la fuerte reivindicación autonomista o la experiencia reciente podría hacer pensar en una mayor capacidad para asumir de modo inmediato las responsabilidades propias del autogobierno.

Dramatizar el problema de las diferencias transitorias sólo puede contribuir a quebrantar una previsión constitucional que, por ser imperativa, es necesario respetar y a propiciar una carrera desenfrenada hacia la autonomía que puede dislocar cualquier intento de organizar razonablemente la transformación del Estado centralizado. Por lo demás, todas estas secuelas son tanto más lamentables por cuanto que el proceso de asunción de poderes por las Comunidades autónomas exige unos tiempos e impone unos ritmos que es vano intentar desconocer. Una Administración nueva no se improvisa de la noche a la mañana. Los servicios, de la Administración estatal tampoco se reciclan, desmontan o transfieren por la gracia de un conjuro. En definitiva, por más que se quiera acelerar el proceso autonómico los resultados a que se llega, sobre ser inconvenientes, no pueden ser sino nominales: el acceso al techo constitucional de la autonomía pasa por un inevitable período transitorio, realidad que el párrafo segundo del artículo 148 de la Constitución no ha hecho sino reflejar.

Con todo, los intentos de excluir la aplicación en casos concretos de la regla de acceso gradual a la autonomía no serían tan inconvenientes si la única vía constitucional que admite excepcionar el sistema general (la vía del artículo 151) no fuera tan costosa y comprometida. Porque siendo poco aconsejable generalizar una excepción lo es menos, y es aun constitucionalmente reprobable, intentar sortear las previsiones constitucionales buscando salidas en los entresijos de su texto y aplicando finalmente como solución preceptos que tienen una funcionalidad bien diferente.

Quiere la Comisión llamar con ello la atención sobre la necesidad de aplicar la Constitución en sus estrictos términos y postular la no utilización con carácter general de las previsiones constitucionales (en concreto, artículo 150.2) que permiten transferir a las Comunidades autónomas competencias de titularidad estatal. Y ello porque el sentido institucional de dichas previsiones no es el de operar transferencias generales sino sectoriales o acotadas por materias. También porque la apertura incondicionada de las operaciones de trasvase de poderes del Estado a las Comunidades autónomas, fuera del marco estatutario, impide un asentamiento definitivo del sistema y remite a un futuro incierto el cierre del período constituyente. Y, en definitiva, porque son reformas constitucionales encubiertas aquellas interpretaciones constitucionales que tienden a hacer perder toda su operatividad a preceptos que contienen un mandato meridianamente claro: las Comunidades autónomas deben esperar como mínimo cinco años antes de asumir estatutariamente el máximo de poderes que la Constitución permite.

Superada la etapa transitoria será momento idóneo de acceder al máximo autonómico admisible constitucionalmente. Pero ni aun así —obvio resulta advertirlo— llegará a imponerse una uniformidad total pues no existirá, desde luego, en el plano organizativo, donde la tipología será variada, ni tampoco en el plano competencial dada la presencia de situaciones de hecho de carácter económico, lingüístico, cultural, geográfico, etc., que impondrán una variedad inevitable y necesaria.

Una vez reducido a sus justos términos el valor de la uniformidad, debe subrayarse que son exigibles, sin embargo, unas cotas mínimas de homogeneidad que hagan practicable la transformación del Estado centralizado. Y ello en el sentido siguiente: todas las Comunidades autónomas que se constituyan deben disfrutar de un patrón mínimo competencial idéntico.

La decisiva influencia del principio dispositivo en la determinación de las competencias a asumir por cada Comunidad autónoma podría llevar a resultados diferentes, de manera que existiera una gran diversidad competencial entre unas y otras Comunidades autónomas. Ello podría llegar a impedir la reforma de la Administración del Estado, exigiendo el mantenimiento de servicios en algunos territorios que habrían sido asumidos en otros por las Comunidades autónomas, y obligando además a sostener por más tiempo del necesario la estructura propia del período de centralización en las dependencias ministeriales.

Por estas principales razones es necesario generalizar en este momento fundacional un patrón o bloque competencial único, con el carácter de mínimo y no excluyante de las especialidades regionales. La operación no es compleja porque se cuenta con la lista de materias que contiene el apartado primero del artículo 148. Se trata, pues, de aplicar una vez más la Constitución en sus estrictos términos. Dado, sin embargo, que la lista referida es, como denunció en su momento la doctrina italiana para el artículo 117 de su Constitución, asistemática (en cuanto que no comprende «bloques orgánicos de materias», esto es, conjuntos materiales que permitan una eficaz organización de los servicios comprensiva de todos los asuntos que están inmediatamente conectados con la competencia principal), es recomendable proceder a su interpretación con la flexibilidad precisa para que las Comunidades autónomas puedan ejercer eficazmente las competencias que reciben. Es precisamente para conseguir este fundamental efecto, como luego se dirá, para lo que han de utilizarse prioritariamente las transferencias y delegaciones a que se refiere el artículo 150.2 de la Constitución, aunque con los límites antes expresados.

Es conveniente insistir, finalmente, en la idea de que todo lo dicho no va en perjuicio del mantenimiento de la variedad organizativa, que no produce los efectos referidos en relación con la excesiva heterogeneidad competencial y que no es, por tanto, desaconsejable.

4. La organización de las Comunidades autónomas

Instauradas las Comunidades autónomas en todo el territorio del Estado resultaría gravemente inconveniente para la salud del sistema que aquéllas decidieran reproducir en su propio espacio los esquemas organizativos de la Administración del Estado.

Por lo pronto no será difícil convenir en que la excesiva burocratización de los nuevos entes preautonómicos y autonómicos, aun en su andadura provisional, es un elemento que ha contribuido a deteriorar la imagen del proceso autonómico.

La impresión de que se incrementa inútilmente el aparato público, quebrando la esperanza de que la autonomía flexibilice el sistema administrativo y lo haga más eficiente, puede fortalecerse cuando, generalizando el sistema de autonomías, proliferen también los cargos de carácter político, ejecutivos o parlamentarios.

Las instituciones que la Constitución permite que se doten las Comunidades autónomas (sobre todo la Asamblea legislativa y el ejecutivo o Consejo de gobierno) son precisas para la consagración de autonomías políticas efectivas. Pero de ahí a entender que las Comunidades autónomas necesiten pertrecharse del mismo aparato público de que ha dispuesto el Estado centralizado, va un largo camino que no debe recorrerse en ningún caso. La moderación en la ordenación de esta parcela política de la autonomía debe imponerse y ofrecer su propio ejemplo a lo que es asimismo preciso que ocurra en la parcela puramente administrativa.

En consecuencia, los ejecutivos regionales deberán estar integrados por un número reducido de miembros, variable, desde luego, en atención a la cantidad de competencias asumidas y a la población y extensión territorial de cada Comunidad autónoma. Las Asambleas legislativas, cuya generalización le parece a la Comisión conveniente, deberán tener períodos de sesiones reducidos y sus puestos no deben ser retribuidos de forma regular y permanente, sino por dietas, facilitándose además a sus titulares el desempeño del cargo de Diputado provincial, a cuyo efecto pudiera establecerse que algunos miembros de las Asambleas sean Diputados provinciales natos. Todo ello se analizará más pormenorizadamente en su momento.

Más severas y decididas deben ser las previsiones tendentes a evitar la burocratización de las Comunidades autónomas. La formación de un aparato administrativo extenso debe evitarse tanto en los niveles centrales como en los periféricos. La mayor parte de las provincias que van a quedar integradas en las nuevas Comunidades autónomas soportarían mal que a la antigua centralización estatal sucediera una nueva centralización regional. Y éste es, justamente, el efecto que produciría la asunción de las facultades resolutorias en la mayor parte de los asuntos públicos por los servicios administrativos centrales de cada Comunidad autónoma. Lo mismo puede decirse si la participación provincial se reduce, como ocurre en relación con la Administración estatal, a ofrecer su territorio como sede para los servicios periféricos de la Administración autónoma,

Una solución organizativa de este tipo es, desde luego, contraria a los principios constitucionales que imponen la descentralización administrativa (artículo 103), pero también violenta los propios fundamentos de la reforma que se avecina, que debe pretender, como se ha dicho, un fortalecimiento y clarificación de los servicios administrativos además de una recuperación del ciudadano, al que la Administración debe volver la mirada ofreciéndole participación y, por ello, proximidad.

Los servicios centrales de las Comunidades autónomas que en adelante se constituyan deben quedar provistos de las dependencias estrictamente precisas para la asistencia a los órganos políticos, para ejercer las funciones de planificación y coordinación que sea necesario desarrollar desde el nivel regional y para atender, en este caso con carácter estrictamente excepcional, aquellos servicios que inevitablemente deban gestionarse desde un nivel territorial más amplio que el provincial.

Por lo que respecta a la Administración periférica de la Comunidad autónoma, su creación misma no debe llegar a producirse en ningún caso.

Medidas de este orden son las únicas que pueden evitar eficazmente la constitución de los escalones administrativos a sumar a los preexistentes que debilitados (el estatal: artículos 141 y 154 de la Constitución) o fortalecidos (las Corporaciones locales: artículo 137 de la Constitución) han de perdurar.

Los anteriores criterios serían excepcionales si pudiera prescindirse de la provincia, pero en la España actual, sobre ser dicha institución indisponible por determinación expresa de la Constitución (artículo 141.1), ha de ser una pieza básica de las Comunidades autónomas pluriprovinciales que se constituyan, pues los sentimientos provincialistas están muy vivos en la mayor parte de la población. El desconocimiento de esta realidad podría llegar a hacer inviable el propio intento autonómico.

Aunque Cataluña pretende ciertas singularidades en este aspecto (cuestión actualmente sometida al Tribunal Constitucional, en la que, por tanto, la Comisión se abstiene de pronunciarse), en todo caso nunca estaría justificada la generalización de las mismas a las demás Comunidades autónomas.

Un esquema organizativo como el propuesto impone lógicamente la utilización necesaria de las Corporaciones locales, y destacadamente de las Diputaciones provinciales, para que ejerzan ordinariamente las competencias administrativas que pertenecen a las Comunidades autónomas. Las Diputaciones deben quedar convertidas en el escalón administrativo intrarregional básico: es preciso fortalecer sus servicios, dotarlas mejor, integrar en su organización los servicios periféricos de que se ha de desprender la Administración del Estado, para que puedan asumir el ejercicio de competencias por transferencia o delegación de las Comunidades autónomas y atender ordinariamente la prestación de los servicios que están encomendados a la gestión regional.

No hay razón alguna para dudar de la eficacia prestacional de las Diputaciones ni para desaprovechar una institución que, además de las ventajas dichas, ofrece una experiencia de más de ciento cincuenta años y un probado sentido de la gestión administrativa. Las reticencias que se han manifestado en el curso de la elaboración de algunos proyectos de Estatutos en relación con la institución provincial son, en su mayoría, consecuencia de un pleito electoral que las fuerzas políticas deben dejar resuelto para no poner en peligro el equilibrio del sistema autonómico.

Debe añadirse, finalmente, que la fórmula general tiene sus excepciones, que son notorias en el caso de las Comunidades autónomas uniprovinciales (en las que deben integrarse los órganos de la Comunidad autónoma y de la Diputación en la forma en que luego se indicará), en las insulares (donde un Consejo o Junta que extiende su acción al conjunto del archipiélago y los Cabildos o Consejos insulares han de ser las piezas administrativas básicas) y en las ciudades autónomas (Ceuta y Melilla) que deben extender sus competencias sin alterar su organización municipal en lo esencial.

5. La transformación del Estado

Pretender la transformación de un Estado fuertemente centralizado en otro basado en poderosas autonomías territoriales sin que exista una efectiva dirección del proceso, sino a puro golpe de pacto y negociación en los que se actúa sin una visión precisa del conjunto y sin una previsión exacta de las metas, es, sin duda, una ilusión de la que, por mucho esfuerzo que se ponga en el empeño, resulta aventurado esperar el éxito.

Con un procedimiento de este tipo las transferencias de servicios dependen más de la habilidad de los negociadores que de la aplicación estricta de las reglas de distribución de competencias; los Ministerios retienen más de lo que deben; los recursos (personales, patrimoniales y financieros) se distribuyen inequitativamente; algunos cuerpos funcionariales que dominan parcelas enteras de la organización se resisten a la operación y logran evitarla; los ritmos y prioridades de las transferencias son distintos; la Administración estatal no acierta a hacer un diseño previo de sus propias necesidades; la articulación de las competencias estatales y las de las Comunidades autónomas no llega a hacerse efectiva; la reforma administrativa se aplaza continuamente; la inseguridad jurídica es notoria, etc.

Las transferencias de servicios en favor de las Comunidades autónomas, que son la piedra de toque tanto de la construcción de la autonomía como de la reforma de la Administración del Estado, deben programarse y dirigirse con todo rigor. Por otra parte, los ciudadanos, como destinatarios de los servicios, tienen derecho a que el proceso se culmine sin que se interrumpa ni degrade la prestación de los mismos.

Un falso prurito autonomista ha hecho de la actuación de las Comisiones mixtas Administración del Estado - Comunidades autónomas, con competencias universales en materia de transferencias, una exigencia clave para la defensa de la idea autonómica, sin observar que, en verdad, termina por dificultarla seriamente, además de ser un procedimiento falaz en la práctica: la negociación no es real, pues las soluciones se reproducen en cada Comisión mixta sin matices notables, por lo que la potestad de dirección de que se priva al Estado se entrega a la Comisión mixta que más ha progresado en sus trabajos.

Este sistema de Comisiones mixtas particulares por Comunidad autónoma, que podría ser buena fórmula si las Comunidades autónomas a establecer fuesen dos o tres (precisamente de esta idea, según la versión de la Constitución de 1931, traen su razón de ser), no lo es, por cuantas razones se han expresado, para un sistema de autonomías generalizado, a no ser que la programación de la actividad de las Comisiones mixtas sea tan intensa que su papel negociador quede vaciado de toda sustancia.

En relación con las transferencias de servicios a las Comunidades autónomas que en el futuro se constituyan debe operarse un giro copernicano en el procedimiento y en la programación.

Los objetivos a conseguir son, en síntesis, los siguientes: se trata de evitar que las Comunidades autónomas tengan que soportar el lastre, las distorsiones y la carga de irracionalidad de la actual organización de los servicios en la Administración del Estado, evitando que las transferencias se refieran a competencias específicas de un Ministerio concreto y procurando, por el contrario, que comprendan bloques materiales completos, que tengan sustantividad y organicidad suficiente como para permitir una organización y gestión eficaz de los servicios correspondientes. Partiendo de este principio como guía respecto del contenido de las transferencias, las operaciones de traspaso deben ser luego simultáneas en relación con todas las Comunidades autónomas constituidas y homogéneas en cuanto a su contenido. Las transferencias, en fin, deben ser objeto de una programación general y al ejecutarse deben quedar meridianamente claros los papeles relativos del Estado y de las Comunidades autónomas respecto del sector material de la acción administrativa traspasado, y especificados los procedimientos a seguir para articular las relaciones entre los entes públicos responsables concurrentemente de la atención del sector transferido.

Únicamente si se parte de una concepción de la cuestión de las transferencias como la referida será posible una transformación del Estado con la cadencia y el compás debidos, que no genere soluciones de continuidad en la prestación de los servicios públicos y que no complique más la organización administrativa en lugar de clarificarla.

Porque solamente una programación estricta de los traspasos de servicios permite también ajustar el programa de reformas de la Administración estatal, determinar previamente los servicios estatales y diseñar la Administración resultante con la suficiente visión del conjunto.

Todo ello, en fin, no va en detrimento de la cantidad de los poderes autonómicos, ni retrasa su efectividad. Las comentadas alteraciones procedimentales han de acompañarse del compromiso formal de poner a disposición de las Comunidades autónomas todos los servicios que sus competencias reclaman en el transcurso del período transitorio de cinco años que la Constitución impone con carácter general.

El mismo criterio de aplicar soluciones generales y exactas debe hacerse efectivo en relación con la función pública estatal que ha de ser puesta a disposición de las Comunidades autónomas. A los funcionarios públicos les está produciendo un natural desasosiego el proceso autonómico, debido sobre todo a no haber quedado fijado definitivamente el régimen del personal transferido y las fórmulas específicas con arreglo a las cuales van a protegerse sus legítimos intereses. Recuperar, en fin, a la función pública para que asuma con la máxima fidelidad y espíritu de servicio las exigencias de las transformaciones que se han puesto en marcha es fundamental para que la maquinaria administrativa no pierda ritmo y para que las autonomías funcionen. Esta cuestión, aunque algo olvidada entre nosotros, es capital, como por lo demás, se ha subrayado en todos los ensayos comparados de descentralización política. De ello ilustran adecuadamente los proyectos británicos de devolución de poderes a Escocia y Gales a partir del informe Kilbrandon —rendido en octubre de 1973.

6. El régimen jurídico de las decisiones de las Comunidades autónomas y sus relaciones con el Estado.

Generalizado el sistema de Comunidades autónomas, reducido a sus justos límites el principio de uniformidad y programada la transformación orgánica del sistema, resulta necesario atender con diligencia a la cobertura de uno de los huecos más sensibles que se observan en la arquitectura del naciente Estado de las autonomías. Se trata, en concreto, del bloque de cuestiones atinentes al régimen jurídico de las actuaciones regionales, y a la aclaración en términos precisos de los grandes principios que sirven para disciplinar todo el sistema de relaciones entre el Estado y los nuevos entes autónomos.

Respecto de lo primero, la situación actual parece bastante oscurecida sobre todo por no estar aún desarrolladas las previsiones del artículo 149.1.18, operación en cuya urgencia es preciso poner todo el énfasis. Es necesario también precisar la aplicación de los mecanismos propios de la jurisdicción contencioso-administrativa, y de la contabilidad y el control de los gastos públicos y en particular las funciones de la Intervención en la actividad financiera de las Comunidades autónomas, así como el control de su gestión económica y presupuestaria a través del Tribunal de Cuentas de acuerdo con el artículo 153, d), de la Constitución, etc.

Y de mayor trascendencia aún, y no menor urgencia, es la necesidad de fijar las relaciones entre el ordenamiento estatal y el de las Comunidades autónomas, así como las fórmulas básicas de relación en los asuntos administrativos.

Siguiendo una interpretación del texto constitucional poco justificable (no sólo por ser contraria a su propio espíritu, sino por contradecir también lo que la experiencia, absolutamente generalizada, de todos los Estados organizados sobre la base de autonomía territoriales hubiera aconsejado), los primeros Estatutos de autonomía que han llegado a aprobarse han tratado de apurar las previsiones constitucionales sobre la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades autónomas, para llegar a formular listas, lo más extensas posible, de «competencias exclusivas» de aquéllas. Se ha generado así una dinámica equívoca que está teniendo su continuación en los proyectos de Estatutos que se han redactado sucesivamente.

Todo ello parece alimentar una aspiración de configurar el sistema de autonomías sobre la base de reductos exentos o excluyentes, en torno a los cuales se levantara una barrera impermeable al mundo exterior justificada en la autosuficiencia de cada Comunidad autónoma.

Puede decirse, por el contrario, que tan cierto es que «cada organización territorial dotada de autonomía es parte de un todo» (sentencia del Tribunal Constitucional de 2 de febrero de 1981), como que, según el criterio de la Comisión, la autonomía no puede entenderse en nuestro tiempo como separación sino como participación y cooperación fundamentalmente.

La idea se ha oscurecido en razón a las referidas interpretaciones estatutarias y es preciso relanzarla con todo ímpetu. Pero la postración de algunas ideas guía no es sólo cuestión de principio, sino que tiene consecuencias operativas inmediatas. En efecto, la Comisión insiste en que todos los Estados basados en autonomías territoriales amplias de los que se puede traer ejemplo están organizados sobre la base de la idea de la concurrencia y la cooperación. Existe también en todos ellos una regla de orden para superar las fricciones competenciales que pueden producirse en el marco de dicha concurrencia, regla de formulación muy simple: Bundesrecht bricht Landesrecht, Bundesrecht bricht Kantonales Recht, primacía del Derecho federal en caso de conflicto; es, en definitiva, el mismo principio que se ha deducido de la vieja e ilustre supremacy clause del artículo VI de la Constitución norteamericana de la que con razón se ha dicho que es la «verdadera piedra clave del arco del poder federal» (Schwartz).

Pues bien, en nuestro sistema, aplicando lo establecido en el artículo 149.3 y por obra de la expansión de las supuestas competencias «exclusivas» de las Comunidades autónomas, se está propiciando un giro de ciento ochenta grados en aquella regla general, que es la pieza principal de cualquier sistema autonómico, para consagrar el principio contrario, es decir, la supuesta primacía del Derecho de las Comunidades autónomas.

La Comisión disiente radicalmente de estas interpretaciones constitucionales que pueden llevar al bloqueo del sistema y que, además, no son las que cabe deducir legítimamente del texto constitucional. Por ello, ha de proponer en su momento la necesidad de aclarar estos extremos en los términos que se expondrán.

Para concluir, finalmente, este bloque de consideraciones generales, debe decirse también que nuestra Constitución se ha mostrado parca y muy poco imaginativa al establecer reglas de relación entre los poderes estatales y autonómicos. Pueden deducirse, sin embargo, de su propio texto una serie de principios, cuya vigencia es preciso explicitar, ya que forma parte, según dijimos al comienzo, de la propia estructura institucional del sistema y que son elementos precisos para la ordenación de un Estado complejo, como es el autonómico.

Como en las obras arquitectónicas el cemento o el barro, también el Estado de las autonomías precisa de elementos aglutinantes menos nobles que le den cohesión e impidan su derrumbamiento. A ello contribuyen todas las fórmulas de relación entre poderes que impulsan el funcionamiento del sistema.

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