Vicepresidencia y Ministerio de la presidencia
Colección Informe Nº 14
SUMARIO

La nueva Ley Fundamental para la Reforma Política

4. COPARTICIPACIÓN EN LA FUNCIÓN LEGISLATIVA

«La esencia misma del Gobierno, aun prescindiendo de su dignidad, exige que no se vea nunca en el caso de ejecutar de mal grado lo que juzgue opuesto al bien público; por lo tanto, ninguna resolución de las Cortes podría tener efecto sin que, además de haber sido aprobada por ambos Estamentos, lleve después por sello la augusta sanción del Monarca.»

«Este concierto de voluntades, tras un debate público y solemne, es el que da a las leyes aquel carácter de imparcialidad y de justicia que cautiva los ánimos y allana el camino de la obediencia; sin que sea fácil conseguirlo cuando aparecen hijas de la inestable voluntad de un hombre o del impulso, muchas veces arrebatado, de una asamblea popular.»

(De la Exposición preliminar al Estatuto Real de 1834.)

1. PRECISIONES CONCEPTUALES PREVIAS (1)

1.1 La potestad de «hacer las leyes»

No todos los actos que integran el procedimiento legislativo constituyen actos de potestad legislativa.

Como es sabido, en el procedimiento legislativo pueden distinguirse las siguientes operaciones, fases o etapas: iniciativa, examen y discusión, aprobación, promulgación y publicación.

Pues bien, «para que una operación que concurre a la confección de la ley deba definirse como acto de potestad legislativa no basta que ponga a esta potestad en movimiento, o que prepare la adopción de la ley, o que tienda a poner en vigencia la ley ya adoptada, sino que es necesario que sea, de manera inmediata, uno de los elementos constitutivos de la decisión imperativa de donde proviene directamente la ley, y que presente por sí misma los caracteres de un mandamiento legislativo. Únicamente esta decisión que lleva en sí mandamiento es un acto de legislación. Igualmente, para que un órgano estatal pueda ser considerado como partícipe de la potestad legislativa no basta que tenga el poder de originar el procedimiento legislativo al provocar el examen de una posible medida de legislación, o que esté asociado a la discusión y la elaboración preparatoria de la ley, o también que sea el encargado de hacer entrar a la ley ya adoptada en su fase de ejecución. Es necesario que dicho órgano tome parte en la emisión misma de la voluntad legislativa del Estado, es decir, es preciso que su consentimiento sea necesario para la misma adopción de la ley» (2).

Los autores están de acuerdo en considerar que la iniciativa —presentación del proyecto—, la enmienda —iniciativa injertada en otra—, el examen y discusión de la ley en las Cámaras, y la publicación, no constituyen actos de potestad legislativa. Las dudas se suscitan en torno a la resolución de las Cámaras, a la sanción del Jefe del Estado y a la promulgación. Su naturaleza de actos de potestad legislativa ha sido defendida por unos y combatida por otros (3). Nosotros hemos de limitarnos a contemplar estos actos desde la perspectiva de nuestro Derecho constitucional (vigente o histórico), sin perjuicio de recurrir, en su caso, a paradigmas de Derecho comparado.

1.2 Veto absoluto, veto suspensivo y reenvío

A lo largo de nuestra investigación vamos a utilizar una terminología —veto absoluto, veto suspensivo, reenvío— cuyo adecuado manejo exige la previa posesión de los conceptos que con los correspondientes vocablos se quiere designar (4).

El veto absoluto consiste en la facultad que tiene el Jefe del Estado de rechazar de plano el proyecto elaborado por el Parlamento, sin limitación causal o temporal de ninguna clase. Es lo que ocurre, por ejemplo, en Brasil, donde pertenece privativamente (sic) al Presidente de la República sancionar, promulgar y publicar las leyes, así como oponer su veto a los proyectos de ley (5).

El veto suspensivo supone la facultad, no de rechazar la ley, sino de retrasar su perfección mediante la exigencia de que vuelva a ser discutida y aprobada nuevamente, bien por una mayoría cualificada, bien por varias legislaturas futuras. Suele ponerse como ejemplo de veto suspensivo de mayoría reforzada la Constitución de los Estados Unidos, donde «todo proyecto que hubiere sido aprobado por la Cámara de representantes y el Senado será sometido al Presidente de los Estados Unidos antes de pasar a ser ley. Si él lo aprueba, lo firmará; de lo contrario, lo devolverá junto con sus observaciones a la Cámara donde se originó, la cual hará insertar íntegramente las observaciones en su diario, y volverá a considerar el proyecto. Si después de esa reconsideración, dos terceras partes de dicha Cámara convinieren en aprobar el proyecto, se enviará, junto con las observaciones del Presidente, a la otra Cámara, la cual volverá también a considerarlo de nuevo, y si resultare aprobado por las dos terceras partes de ella, se convertirá en ley» (6). Un supuesto de veto suspensivo de apelación a legislaturas futuras es el de la Constitución francesa de 1791: «Los decretos del Cuerpo legislativo serán presentados al Rey, que puede rehusar darles su consentimiento. En el caso de que el Rey rehusare dar su consentimiento, este rehúse sólo tendrá efecto suspensivo. Cuando las dos legislaturas siguientes a aquella que haya presentado el decreto hubieren vuelto a presentar sucesivamente el mismo decreto en idénticos términos, se entenderá que el Rey ha dado la sanción» (arts. 2 y 3, sección II, capítulo III, título III).

El reenvío consiste en la facultad del Jefe del Estado de exigir que la ley adoptada por el Parlamento sea sometida a nueva deliberación sin prescribir una mayoría cualificada para la nueva adopción de la ley ni la reiterada aprobación por varias legislaturas. Es el sistema de la III República francesa, donde se establecía que, en el plazo fijado para la promulgación de las leyes —un mes o tres días en caso de urgencia— el Presidente de la República puede pedir a ambas Cámaras, por medio de un mensaje motivado, una nueva deliberación, que no podrá serle negada (art. 7). Este sistema pasó después a la IV y a la V República (7).

Digamos, por último, que la atribución de veto —absoluto o suspensivo— al Jefe del Estado no implica necesariamente que sea depositario exclusivo de la potestad legislativa, ni siquiera que la tenga. En consecuencia, puede ocurrir que teniendo la sanción y el veto,

a) Sea depositario exclusivo de la potestad legislativa (caso, ya citado, de Brasil, Constitución de 1967-69).

b) Comparta dicha potestad con las Cámaras (caso de la Carta constitucional francesa de 1814).

c) Carezca de potestad legislativa (caso de la Constitución francesa de 1791, e incluso, según la opinión de algún autor, de la Constitución de los Estados Unidos) (8).

Y debe añadirse también:

a) Que la sanción es a veces una pura «ficción» carente de un contenido efectivo.

b) Que veto y sanción constituyen prerrogativas independientes (9).

c) Que la atribución de veto absoluto al Jefe del Estado puede suponer la atribución exclusiva de potestad legislativa.

d) Que, sin embargo, el veto absoluto no impide necesariamente la coparticipación en la potestad legislativa (cfr. arts. 13 y 31 del Proyecto Istúriz de 1836).

e) Que también se ha interpretado a veces que la atribución de la sanción —sin más— lleva implícito el veto absoluto. (Así parece que ocurrió durante el Estatuto Real.)

2. LA POTESTAD DE «HACER LAS LEYES» EN NUESTROS TEXTOS CONSTITUCIONALES HISTÓRICOS

2.1 La potestad legislativa en la Constitución de Bayona

A) No resulta del todo fácil determinar el papel respectivo que tenían asignados el Rey y las Cortes en el proceso legislativo conforme a la Constitución de Bayona.

Según el artículo 60, parece que son las Cortes depositarías de la potestad legislativa, o todo lo más, que comparten esta potestad con el Rey:

«Los decretos del Rey sobre objetos correspondientes a la decisión de las Cortes tendrán fuerza de ley hasta las primeras que se celebren, siempre que sean ventilados en el Consejo de Estado

Aunque diseñado quizá toscamente encontramos aquí el instituto del decreto-ley con control a posteriori, no estando reunidas las Cortes, el Rey, oyendo al Consejo de Estado, legisla por decreto sobre materias de competencia de las Cortes (variaciones en el Código civil o penal, sistema monetario y fiscal, etc., art. 82). Al reunirse las Cortes, serán éstas las que confirmarán, en su caso, la fuerza legal del decreto real.

Parece, pues, que las Cortes tienen verdadera potestad legislativa que, puede admitirse, comparten con el Rey.

B) En cambio, el artículo 86 parecía configurarlas como un órgano meramente asesor que se limita a evacuar un informe preceptivo, siendo el Rey quien decide, teniendo, por tanto, sólo él la potestad legislativa:

«Los decretos del Rey que se expidan a consecuencia de deliberación y aprobación de las Cortes se promulgarán con esta fórmula: "Oídas las Cortes"».

C) Sin embargo, parece que hay que entender que esta aprobación por las Cortes era una auténtica adopción del texto, expresión de su necesario consentimiento para la perfección de la ley. Así resulta de la discusión del proyecto ante la Asamblea, y particularmente de lo que se trató acerca de los que luego fueron artículos 60 y 86, citados, del texto definitivo (10):

a) Así, en relación con el artículo 54 del tercer proyecto —que fue el que se discutió— que dio lugar al artículo 60 citado, y en relación con la conveniencia o necesidad de la ratificación por las Cortes de los decretos reales con fuerza de ley, se sostuvieron opiniones encontradas. Así hubo quienes dijeron que «siendo perjudicial para el prestigio de la autoridad y para la eficacia de las mismas disposiciones, el carácter interino y precario que en este caso habían de tener, por quedar pendientes de la ratificación de las Cortes, se debía tratar de evitarlo proponiendo, como medio, el que aquéllas nombrasen de su seno una comisión permanente encargada de examinar las leyes y disposiciones presentadas con urgencia, las cuales, aprobadas por esta comisión, tendrían carácter de leyes plenamente». Frente a esta opinión se alzó la de quienes veían «una plausible garantía, contra la arbitrariedad ministerial, en la necesaria ratificación de las Cortes, proponiendo que se sentase de manera ineludible la necesidad de su aprobación para estas disposiciones». Y esta tesis fue la que prevaleció.

b) El que luego fue artículo 86 mantuvo su redacción inicial a través de los tres proyectos que le precedieron salvo una adición acordada en la Asamblea y que consistió en añadir la palabra «aprobación» a la de «deliberación» que aparecía en aquéllos. Esto parece que fue debido a que «según lo estatuido en el proyecto, las Cortes no deliberaban más que sobre los proyectos que el Rey les sometía, los cuales una vez aprobados por ellas, adquirían fuerza de ley; sin embargo, las disposiciones sobre estos extremos no estaban suficientemente claras», por lo que se llamó sobre ello la atención, insistiéndose en que «la aprobación de las Cortes debe ser un requisito necesario para la promulgación de las leyes».

c) Finalmente, se ha recordado cómo algunos «pidieron para las Cortes el derecho de iniciativa sin preocuparse de la profunda modificación que en las relaciones del Rey con las Cortes produciría tal medida, porque no presentándose las leyes a la sanción del Rey, éste no tenía más intervención en la función legislativa que la que le incumbía por la presentación de proyectos, únicos sobre los que las Cortes podían deliberar rechazándoles o aprobándoles sin modificaciones. Si se les quitaba esta limitación las Cortes se convertían en únicas soberanas».

Que la ley la hacen las Cortes resulta, además, de las expresiones que utilizan diversos preceptos de la Constitución. Así se dice:

a) «La junta que ha de proceder a la elección del diputado del partido recibirá su organización de una ley hecha en Cortes...» (art. 68).

b) «Una ley propuesta de orden del Rey a la deliberación y aprobación de las Cortes, determinará las demás facultades y modo de proceder de la Alta Corte Real» (art. 111).

c) «Dos años después de haberse ejecutado enteramente esta Constitución se establecerá la libertad de imprenta. Para organizarla se publicará una ley hecha en Cortes» (art. 145).

D) Como se ve, y aunque la cuestión no está muy clara, parece que hay que admitir que desde luego las Cortes tenían potestad legislativa, y que esa «audiencia» de las Cortes a que aludía el artículo 86 era bastante más que eso, puesto que era expresión de la necesaria adopción por las Cortes del proyecto de ley, decisión que perfeccionaba la ley. Que esta potestad se compartiera con el Rey es cosa que tampoco se presenta como segura. Desde luego una cosa puede afirmarse con certeza: el Rey —al menos de forma expresa— no tiene atribuida la sanción —palabra ignorada por el texto constitucional—, sólo la promulgación.

2.2 La «formación», sanción y promulgación de las leyes en la Constitución de 1812

A) El estudio de la Constitución de 1812 es decisivo para comprender el alcance de la fórmula «las Cortes con el Rey» que va a repetirse a través de nuestras Constituciones monárquicas. Los capítulos VIII y IX de la misma —artículos 132 a 156— tratan «de la formación de las leyes y de la sanción real» y «de la promulgación de las leyes», regulando con detalle casi reglamentario, como es característica de esta Constitución, dichas materias.

B) Pues bien, en la Constitución gaditana sancionar no es hacer la ley, la sanción es sólo un correctivo (sic) de los posibles excesos en que por apasionamiento puedan incurrir las Cortes. Al Rey se le ha dado sólo una parte de la autoridad legislativa, teniendo las Cortes la autoridad de hacer las leyes de acuerdo (sic) con el Rey.

Y hasta podría sostenerse, a la vista de cómo está regulado el veto suspensivo, que la sanción es una pura «ficción» de forma que la verdadera potestad legislativa reside exclusivamente en las Cortes.

a) Es contradictorio con un sistema de monarquía moderada —que es el de la Constitución, art. 14— que la ley la haga el Rey: «El espíritu de libertad política y civil que brilla en la mayor parte de ellas —de las leyes contenidas en el Fuero Juzgo, Las Partidas, Fuero Viejo, Fuero Real, Ordenamiento de Alcalá, Ordenamiento Real y Nueva Recopilación—, se halla a las veces sofocado con el de de la más extraordinaria inconsecuencia y aun contradicción, hasta contener algunas disposiciones enteramente incompatibles con el genio, índole y templanza de una monarquía moderada. Sirva, Señor, de ejemplo la Ley XII, título I, partida 1.a, en que se dice: "Emperador o Rey puede facer leyes sobre las gentes de su señorío é otro ninguno non ha poder de las facer en lo temporal, fueras ende si las ficiese con otorgamiento de ellos. Et las que de otra manera son fechas, non han nombre ni fuerza de leyes, nin deben valer en ningún tiempo".» (Del apartado VII del discurso preliminar.)

b) Las Cortes hacen las leyes de acuerdo con el Rey: «La comisión ha mirado como esencialísimo todo lo concerniente a las limitaciones de la autoridad del Rey, arreglando este punto con toda circunspección, así para que pueda ejercerla con la dignidad, grandeza y desembarazo que corresponde al Monarca de la esclarecida Nación española, como para que no vuelvan a introducirse al favor de la oscuridad y ambigüedad de las leyes las funestas alteraciones que tanto han desfigurado y hecho variar la índole de la Monarquía con grave daño de los intereses de la Nación y de los derechos del Rey. Así se han señalado, con escrupulosidad reglas fijas, claras y sencillas que determinan con toda exactitud y precisión la autoridad que tienen las Cortes de hacer leyes de acuerdo con el Rey...» (Del apartado XI del discurso preliminar.)

c) La potestad legislativa corresponde esencialmente a las Cortes, siendo la sanción real un mero instrumento de corrección de los posibles excesos que dimanan del apasionamiento propio de la discusión de una Asamblea: «Los trámites de la discusión en los proyectos de ley y materias graves van señalados con toda individualidad, para que en ningún casi ni bajo de ningún pretexto puedan ser las leyes y decretos de las Cortes obra de la sorpresa, del calor y agitación de las pasiones, del espíritu de facción o parcialidad. La parte que se ha dado al Rey en la autoridad legislativa, concediéndole la sanción, tiene por objeto corregir y depurar cuando sea posible el carácter impetuoso que necesariamente domina en un cuerpo numeroso que delibera sobre materias las más veces muy propias para empeñar al mismo tiempo las virtudes y los defectos del ánimo». Y se añade: «La fórmula con que se han de publicar las leyes a nombre del Rey, está concebida en los términos más claros y precisos: por ellos se demuestra que la potestad de hacer leyes corresponde esencialmente a las Cortes, y que el acto de la sanción debe considerarse sólo como un correctivo, que exige la utilidad particular de circunstancias accidentales». (Del apartado XXI del discurso preliminar.)

C) Bajo la expresión «formación de las leyes», los artículos 132 y 141 regulan toda la tramitación que discurre desde la propuesta a las Cortes de un proyecto de ley hasta la presentación al Rey «por duplicado en forma de ley», del proyecto adoptado y votado por las Cortes.

La iniciativa legislativa la tienen el Rey (art. 171, número 14) y todo Diputado de Cortes (art. 132).

Que la potestad legislativa radica esencialmente en las Cortes resulta no ya sólo de los párrafos del discurso que citábamos más atrás, sino del propio articulado de la Constitución. Así, son facultades de las Cortes «proponer y decretar las leyes e interpretarlas y derogarlas en caso necesario» (art. 131).

El Rey, no obstante, tiene la sanción de las leyes (artículo 142). Da el Rey la sanción por esta fórmula, firmada de su mano: «Publíquese como ley» (art. 143). Niega el Rey la sanción por esta fórmula, igualmente firmada de su mano: «Vuelva a las Cortes»; acompañando al mismo tiempo una exposición de las razones que ha tenido para negarla (art. 144).

Ahora bien, tal como está regulada, es muy difícil sostener que se trate de una verdadera y propia sanción, esto es, de un «consentimiento para la creación de la ley».

Técnicamente se la configura como un control del cumplimiento de determinadas condiciones que debían concurrir en las leyes que se hacen sin participación del Rey.

Y efectivamente se recurre a la utilización del silencio positivo frente al posible retardo del Monarca en el otorgamiento de la sanción, con lo que se consigue remover el posible obstáculo o traba que a la fuerza obligatoria de la ley pudiera derivarse de una actitud dilatoria del Monarca que, sin negar la sanción, tampoco la conceda (cfr.: artículos 145 a 152). Por ello puede decirse que la sanción equivale a una especie de «placet», bien entendido que la denegación del mismo no es puramente discrecional, ya que, de una parte, si se niega la sanción debe razonarse (artículo 144), y de otra, si por tercera vez consecutiva las Cortes admiten y aprueban el mismo proyecto «por el mismo hecho se entiende que el Rey da la sanción y, presentándosele, la dará en efecto» (art. 149).

La regulación había sido calcada de la Constitución francesa de 1791 (11) en la que se delega exclusivamente en el Cuerpo legislativo el poder de proponer y decretar las leyes (título III, capítulo III, sección 1.a, art. 1.°). Estos decretos del Cuerpo legislativo se presentan al Rey, el cual puede rehusarles el consentimiento, rehúse que es puramente suspensivo. Cuando en las dos legislaturas siguientes el mismo decreto fuese presentado nuevamente y en los mismos términos, se considerará que el Rey ha dado la sanción (título III, capítulo III, sección 3.a, artículos 1 y 2).

Comentando estos preceptos de la Constitución francesa se ha dicho que la palabra «sanción» era tan sólo la consecuencia de una ficción, empleada con un propósito de deferencia y miramiento respecto del Monarca. «No se atrevían aún a declarar brutalmente que en adelante podría hacerse la ley sin el consentimiento del Rey; la sección 3.a se refiere incluso en varias ocasiones a dicho consentimiento, como si fuera siempre necesario, y sin embargo el Rey estaba excluido de la potestad legislativa» (12).

Por todo ello, no sorprende que el propio Fernando VII, en el manifiesto de 4 de mayo de 1814, de abrogación del Régimen Constitucional, dijera: «A la verdad, casi toda la forma de la antigua Constitución de la Monarquía se innovó, y copiando principios revolucionarios y democráticos de la Constitución francesa de 1791, y faltando a lo mismo que se anuncia al principio de la que se formó en Cádiz, se sancionaron no leyes fundamentales de una Monarquía moderada, sino las de un Gobierno popular con un Jefe o Magistrado, mero ejecutor delegado, que no Rey (sic) aunque allí se le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la Nación».

D) Con la expresión «promulgación de las leyes» el capítulo IX agrupa tres conceptos distintos:

a) La publicación de la Ley en las Cortes una vez sancionada por el Rey (art. 154).

b) La promulgación stricto sensu, cuya finalidad es doble: constatar el perfeccionamiento de la ley y ordenar a las autoridades que la cumplan y hagan cumplir. La fórmula de promulgación —consignada en la propia Constitución— era la siguiente (artículo 155):«N. (el nombre del Rey) por la gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía española Rey de las Españas, a todos los que la presente vieren y entendieren, sabed:
Que las Cortes han decretado, y Nos sancionamos lo siguiente (aquí el texto literal de la Ley):
Por tanto, mandamos a todos los Tribunales, justicias, Jefes, Gobernadores y demás autoridades, así civiles como militares y eclesiásticas, de cualquier clase y dignidad, que guarden y hagan guardar, cumplir y ejecutar la presente ley en todas sus partes. Tendréislo entendido para su cumplimiento, dispondréis se imprima, publique y circule». (Va dirigida al Secretario del despacho respectivo.)

c) La circulación de la ley por los respectivos Secretarios del despacho «directamente a todos y cada uno de los Tribunales supremos y de las provincias, y demás Jefes y autoridades superiores, que las circularán a las subalternas» (art. 156).

2.3 La competencia compartida de las Cortes y el Rey en las restantes Constituciones monárquicas. Excepciones

A) El principio de que las leyes las hacen «las Cortes con el Rey» aparecía formulado con toda claridad en el proyecto de Estatuto Real preparado por el Consejo de Ministros (título IX, art. 9.°):

«Ningún acuerdo de las Cortes tendrá fuerza ni valor sin que lo haya votado ambos Estamentos y sin que después lo haya sancionado el Monarca

Claramente se aprecia aquí la concurrencia de la voluntad de las Cortes y del Rey para la perfección de la ley: ésta no nace (carece de fuerza y valor) sin la votación de los dos Estamentos —de Proceres y de Procuradores— y la sanción posterior del Rey.

Aunque ni en el dictamen del Consejo de Gobierno sobre el proyecto, ni en los votos particulares al mismo, ni en las correspondientes observaciones confidenciales que hizo el Consejo de Gobierno al Ministerio (13) se sugería corrección alguna —salvo la adición que luego se dirá— al citado precepto, fue retocado, quedando redactado así en el texto definitivo (art. 33):

«Para la formación de las leyes se requiere la aprobación de uno y otro Estamento y la sanción del Rey.»

El sentido es, como se ve, el mismo del proyecto: que la ley no se hace ni por las Cortes exclusivamente ni sólo por el Rey, que lo que hace la ley es la doble aceptación de aquéllas y éste. Al respecto resulta sumamente esclarecedor el siguiente párrafo de la Exposición preliminar al Estatuto Real que se hizo a la Reina:

«La esencia del Gobierno, aun prescindiendo de su dignidad, exige que no se vea nunca en el caso de ejecutar de mal grado lo que juzgue opuesto al bien público; por lo tanto, ninguna resolución de las Cortes podría tener efecto sin que, además de haber sido aprobada por ambos Estamentos, lleve después por sello la augusta sanción del Monarca. Este concierto de voluntades, tras un debate público y solemne, es el que da a las leyes aquel carácter de imparcialidad y de justicia que cautiva los ánimos y allana el camino de la obediencia; sin que sea fácil conseguirlo cuando aparecen hijas de la inestable voluntad de un hombre o del impulso, muchas veces arrebatado, de una asamblea popular.»

Este párrafo, que no hemos visto hasta ahora destacado por la doctrina, es sumamente importante al objeto de probar el idéntico valor de la intervención de las Cortes y el Rey en la creación de las leyes. Estas no pueden ser «hijas de la inestable voluntad de un hombre», el Rey, ni tampoco «del impulso, muchas veces arrebatado, de una asamblea popular», las Cortes. Por el contrario, es el «concierto de voluntades» de uno y otras «el que da a las leyes aquel carácter de imparcialidad y de justicia que cautiva los ánimos y allana el camino de la obediencia».

Desde otro punto de vista el párrafo transcrito prueba el efectivo desplazamiento del poder desde el Monarca al Gobierno, consecuencia de la asunción de responsabilidad a través del refrendo.

Por lo demás, el precepto en cuestión se muestra congruente con el espíritu del Estatuto, donde la potestad real —son palabras de la citada Exposición preliminar— se presenta «como suprema moderadora», y donde se pretende «buscar prendas y garantías para afianzar justamente las prerrogativas del Trono y los fueros de la Nación; contrapesar con acierto los varios poderes del Estado para mantener entre ellos el debido equilibrio».

En consecuencia, ese Monarca que aparecía en la Constitución de 1812 —según expresión del propio Fernando VII— como «Jefe o Magistrado (de un Gobierno popular), mero ejecutor delegado, que no Rey, aunque allí se le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la Nación», ese Monarca al que con el nombre de sanción se le confería, según hemos visto, un mero veto suspensivo que no suponía verdadera participación en la potestad legislativa, ve reforzada su intervención en el proceso legislativo: en primer lugar, con la atribución de verdadera potestad legislativa que comparte con las Cortes; en segundo lugar, con la atribución exclusiva de la iniciativa legislativa, pues «las Cortes no podrán deliberar sobre ningún asunto que no se haya sometido expresamente a su examen en virtud de un decreto real» (art. 31), y ello porque el Rey «conoce más cumplidamente, por su elevada posición, las necesidades generales del Estado y los medios de satisfacerlas», siquiera se trate de paliar esta exclusividad real en la iniciativa diciendo que, por contra, las Cortes «recobrarán el derecho, que por tantos siglos ejercieron, de elevar al Trono respetuosamente peticiones, encaminadas al bien de los pueblos» (de la Exposición preliminar); en tercer lugar, con la prerrogativa de convocar, suspender y disolver las Cortes, que le corresponde también exclusivamente (art. 24), siquiera esta prerrogativa se vea también compensada por la necesidad de convocarlas en ciertos casos (arts. 17, 28 y 30), por la obligación de reunirlas en el plazo de un año después de su disolución (art. 44), por su necesaria intervención en la aprobación de los tributos y contribuciones (art. 34), y por la publicidad de sus sesiones (art. 48). Esta publicidad suponía un contrapeso de suma importancia, pues «los Procuradores habían aprendido en las Cortes de Cádiz y en las del período constitucional de 1820-1823 a hablar para el público y a reforzar su eco con la Prensa y la algarada callejera. Y así fue cómo las Cortes pudieron desplegar una potencia que devoró Gobiernos e impuso principios, pese a lo menguado de su competencia» (14).

Parece que, en la práctica, la sanción real vino interpretándose como un veto absoluto. Y así, el Reglamento de Procuradores decía: «Cuando S. M. no haya tenido a bien dar su sanción a algún proyecto de ley aprobado por los dos Estamentos, el Secretario del Despacho a quien corresponda pasará a cada uno de ellos copia íntegra de dicho decreto y escrita al pie de él, de mano de S. M., la resolución siguiente: «Archívese en las Cortes». Esta resolución irá igualmente refrendada por el Secretario del Despacho a quien corresponda el asunto de que se trate» (art. 102). La verdad es que sólo se dio un caso en que la sanción real no se otorgó puntualmente. Pero, aunque se llegó a una solución satisfactoria, los términos en que la cuestión se produjo vino a confirmar el verdadero valor de la fórmula «las Cortes con el Rey», que suponía una verdadera coparticipación en la potestad legislativa —las Cortes deciden, pero también el Rey, al vetar o no vetar, decide—, y también un desplazamiento del poder real al Gobierno (15).

Para terminar este apartado diremos que el Estatuto guardaba silencio sobre la promulgación de la Ley, una vez sancionada ésta por el Rey: y que este silencio se mantuvo pese a que en las observaciones hechas al proyecto por el Consejo del Gobierno se llamó la atención sobre este punto diciendo:

«Como en el Estatuto Real no hay ningún artículo que diga explícitamente que las leyes no se podrían hacer en lo sucesivo, sino después de discutido el proyecto o propuesta del Gobierno en ambos Estamentos y sancionado por el Rey, ha creído el Consejo que podría adicionarse el artículo 9.° del título IX con las palabras siguientes u otras equivalentes "sin lo cual no se podría promulgar como ley del Reino ni obligar a su observancia” por cuyo medio se expresaría de un modo indirecto, pero claro, que las leyes no se podían hacer de otro modo. Sin embargo de esto, no desconoce el Consejo que puede haber razones de prudencia que hayan inducido al Ministerio a guardar mayor circunspección en esta parte.»

B) El Proyecto Istúriz de 1836 afirma también que la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey (art. 8), al cual toca sancionarlas y promulgarlas (artículo 31, inciso primero). No obstante, hay algunos preceptos que indican un notable robustecimiento de la potestad real en comparación a la Constitución de 1812:

a) «Ningún proyecto de ley tiene carácter de ley hasta recibir la sanción real» (art. 31, inciso segundo), lo que quiere expresar, dado que las Cortes hacen también la ley, que la decisión real concurre con la previa de las Cortes en la perfección de la ley. Es lo que se dice, con mayor precisión, en otro lugar del proyecto: «las leyes se hacen colectivamente por los dos Estamentos (de Proceres y de Diputados) y el Rey» (art. 13).

b) «El veto del Rey es absoluto y se expresará en la forma que determinaren los Reglamentos (art. 31, inciso tercero), lo que subraya el carácter decisivo de la intervención real. Sin la voluntad de las Cortes y del Rey no hay ley.

c) «El Rey dará o negará la sanción a los proyectos de ley en el curso de la legislatura en que hubieren sido presentados o antes de abrirse la inmediata» (art. 31, inciso final), lo que indica que la sanción (o su denegación) es un acto debido.

C) La Constitución de 1837 se limitó a hacer algunas alteraciones en la Constitución de 1812 —ninguna de las cuales afecta al tema que nos ocupa— siendo sus principios los de la Constitución gaditana. Así resulta claramente de la exposición de motivos del proyecto correspondiente: «Las Cortes Constituyentes, siguiendo fielmente el voto tan espontánea y generalmente manifestado, adoptaron desde luego la Constitución política de 1812; declararon la necesidad de su reforma, fijaron las bases de ella y redujeron, por consiguiente, el trabajo de la Comisión, como ésta lo deseaba, a la aplicación de los principios que establecían las modificaciones más esenciales que debían hacerse en nuestras leyes fundamentales. Conservándose, pues, el mismo sistema político, y no añadiéndose a las innovaciones ya decretadas ninguna de señalada importancia, no cree la Comisión deber ocupar la atención del Congreso con la manifestación de los principios y las doctrinas que sirven de fundamento a nuestra Constitución. Basta a su juicio por ahora dar una breve idea de las principales alteraciones que en ella se han hecho, conforme a lo acordado con las Cortes».

Es por tanto, dentro del espíritu de la Constitución de Cádiz como deben entenderse los escuetos preceptos relativos a las respectivas funciones legislativas del Rey y de las Cortes: La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey (art. 12); y el Rey sanciona y promulga las leyes (art. 46). Sanción aquí podría entenderse, por tanto, en el sentido que le dieron los doceañistas.

Pero aunque no se admitiera esta interpretación, lo que es indudable es que el Rey no tiene atribuida la competencia legislativa con carácter exclusivo. Y esto no sólo porque dice el artículo 40: «Además de la potestad legislativa que ejercen las Cortes con el Rey, les pertenecen...», sino también porque el artículo 39 pone en un mismo nivel la decisión de los Cuerpos colegisladores y del Rey: «Si uno de los Cuerpos colegisladores desechare algún proyecto de ley, o le negare el Rey la sanción, no podrá volverse a proponer un proyecto de ley sobre el mismo objeto en aquella legislatura». Decisión de las Cámaras y decisión del Rey han de concurrir, pues, en la perfección de la ley.

D) La Constitución de 1845 modificó la de 1837 tratando —según reza su preámbulo— de «regularizar y poner en consonancia con las necesidades actuales del Estado los antiguos fueros y libertades de estos reinos, y la intervención que sus Cortes han tenido en todos los tiempos en los negocios graves de la Monarquía».

El dictamen de la Comisión correspondiente alude en diversos lugares a la actuación conjunta de las Cortes y el Rey. Destacan dos afirmaciones:

a) Las Cortes con el Rey son la fuente de las cosas legítimas y tienen por ello autoridad para modificar la Constitución: «La potestad constituyente no reside sino en la potestad constituida, ni ésta es otra en nuestra España sino las Cortes con el Rey. Lex fit consensu populi et Constitutione regis. Esta máxima de nuestros padres, sublime por su misma sencillez, ha llegado hasta nosotros vencedora de los tiempos y de las revoluciones. La Comisión la ha aceptado y la proclama aquí con un profundo acatamiento. Las Cortes con el Rey son la fuente de las cosas legítimas; su potestad alcanza a todo, menos a aquellas leyes primordiales contra las cuales nada puede intentarse que no sea nulo en toda nulidad, porque son como los fundamentos de las sociedades humanas; por ellas, después de Dios, viven perpetuamente los pueblos; con su calor y abrigo se engrandecen las naciones, y debajo de su amparo reinan los Reyes. La Comisión entiende, por las razones expuestas, que las Cortes, con el Rey, tienen la autoridad necesaria para reformar la ley política del Estado» (apartado I del dictamen).

b) La soberanía reside en las Cortes con el Rey: «La Comisión, que no reconoce otra soberanía sino la que reside en las Cortes con el Rey...» (apartado II del dictamen).

En este contexto, los escuetos preceptos que se dedican a la sanción en la Constitución de 1845 permiten afirmar, sin lugar a dudas, que las Cortes y el Rey comparten la potestad legislativa.

Los aludidos preceptos son los artículos 12 y 44, reproducción literal del 12 y 46 de la Constitución de 1837. El artículo 39 —al igual que el 44 de 1837— empezaba diciendo: «Además de la potestad legislativa que ejercen las Cortes con el Rey...».

E) En 2 de diciembre de 1852, Bravo Murillo presenta a las Cortes nueve proyectos de ley, una fundamental (Constitución) y ocho orgánicas (Organización del Senado, Elecciones de Diputados a Cortes, Régimen de los Cuerpos colegisladores, Relaciones entre los dos Cuerpos colegisladores, Seguridad de las personas, Seguridad de la propiedad, Orden público y Grandezas y títulos del Reino).

«El proyecto de Constitución —se decía en la presentación a las Cortes— sólo abraza las disposiciones de carácter más fundamental y estable, dejando a las leyes orgánicas u otras especiales fijar la debida garantía de los derechos públicos y privados. Así podrán introducirse en éstas las alteraciones que las circunstancias de los tiempos requieran, sin tocar a la Constitución del Estado».

En la misma presentación —por lo demás muy breve— se destacan las más esenciales reformas que contienen los diversos proyectos:

a) Se busca «combinar las funciones de los poderes públicos de manera que, lejos de ser rivales como se concibe en épocas de transición, se dirijan unidos al mismo fin, según es propio en épocas tranquilas y que tienden a un estado definitivamente normal».

b) Se intenta también «extinguir el influjo de las pasiones en la discusión de las leyes, procurando que ésta sea mesurada y cuerda, cual conviene a los altos objetos a que se destina». A tal efecto, «se establecen las discusiones a puerta cerrada, con lo cual, apartados los estímulos de la vanagloria, inseparables de la publicidad, se ahorrará mucho tiempo en la formación de las leyes, y éstas ganarán en perfección» (16).

c) Se persigue «remover los obstáculos que, sin ventaja para el Estado, ofrece al Gobierno la discusión anual y completa de los presupuestos», a cuyo fin «únicamente serán objeto de la discusión de las Cortes respecto de los presupuestos las alteraciones que en ellos se introduzcan cada año, cuando hayan sido definitivamente aprobados» (17).

d) Se trata de «impedir que quede paralizada la acción del Gobierno cuando las circunstancias reclamasen disposiciones legislativas y las Cortes no se hallasen reunidas». Con este propósito «se reserva al Trono la facultad de anticipar las disposiciones legislativas que la necesidad exija, cuando las Cortes no se hallen reunidas, pero oyendo previamente a los respectivos Cuerpos de la alta administración del Estado, y dando cuenta a las Cortes en la inmediata legislatura para su examen y resolución. De esta manera queda expedita en todas ocasiones la acción del Gobierno para la dirección de los negocios públicos sin incurrir en extralimitaciones de poder, y se evitan los abusos que de semejante facultad pudieran originarse» (18).

e) Se pretendía igualmente «exigir garantías sólidas de acierto para el desempeño del elevado ministerio de la senaduría y la diputación, reuniendo en la Alta Cámara todos los elementos conservadores existentes». Y así se establecían «tres clases de senadores, a saber: hereditarios, natos y vitalicios, concertando así el influjo que en el alto Cuerpo legislativo deben ejercer la primera nobleza, el mérito personal constituido en posición elevada y la propiedad, que tanto interés tiene en la acertada gestión de los negocios públicos».

Pues bien, a los efectos del tema de nuestra investigación hay que subrayar la ausencia total de propósito reformador en esta fecha de 1852. La coparticipación de las Cortes y el Rey en la tarea legislativa no plantea duda alguna. Al igual que las Constituciones precedentes se reiteran las declaraciones de que «la potestad legislativa» la «ejercen las Cortes con el Rey» (art. 16) (19) y que «el Rey sanciona y promulga las leyes» (art. 24). Y al igual que las restantes Constituciones —salvo la de 1812, según hemos visto— no se hace aclaración alguna sobre el alcance o sentido de la sanción real.

F) Algo semejante hay que decir de la Constitución de 1856, fundamentalmente inspirada en la de 1837 (20), en la que se reiteran los preceptos sobre el tema de Constituciones anteriores: La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey (art. 15); la potestad legislativa la ejercen las Cortes con el Rey (art. 41); el Rey sanciona y promulga las leyes (art. 50). Ninguna aclaración sobre el concepto, alcance o contenido de la facultad sancionadora.

G) De la Constitución de 1869 se ha dicho que fue papel mojado, que fue una Constitución nominal (21). Pero a efectos de la comprobación que aquí intentamos —si nuestras Constituciones monárquicas atribuyen o no al Rey, con la sanción, la potestad exclusiva de hacer la ley como tal— tiene singular importancia, pues en ella se declara de forma palmaria que la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes (art. 34).

La iniciativa legislativa corresponde al Rey y a cada uno de los Cuerpos colegisladores (art. 54), Congreso y Senado.

Que la potestad legislativa reside en las Cortes es innegable, y así resulta de diversas afirmaciones del texto constitucional. Por ejemplo:

a) La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes (art. 34).

b) Ningún proyecto podrá llegar a ser ley sin que antes sea votado por los dos Cuerpos colegisladores (art. 49).

c) Refiriéndose a las Cortes se dice: «Además de la potestad legislativa, corresponde a las Cortes: ...» (artículo 58). En cambio, con relación al Rey se declara esto otro: «Además de las facultades necesarias para la ejecución de las leyes, corresponde al Rey...» (art. 73).

Frente a esta potestad de hacer la ley que tienen las Cortes, se reserva el Rey la de sancionarlas y promulgarlas (art. 34), facultades éstas sobre las que no se hace ninguna otra precisión.

Todo ello, permite afirmar que la ley se perfecciona en las Cortes, viniendo a ser la sanción un mero requisito de eficacia.

Y, en efecto, parece indiscutible que aquí no puede hablarse de competencia compartida. La competencia legislativa es exclusiva... de las Cortes, no del Rey, que sin embargo, tiene la sanción. Lo cual demuestra que hacer la ley y sancionar no son siempre conceptos coincidentes. O dicho de otro modo: que no siempre que se emplea la voz «sanción» se quiere expresar «consentimiento necesario para la perfección de la ley».

Por lo demás, la regulación de la potestad legislativa en nuestra Constitución de 1869 recuerda mucho a la establecida por la Constitución francesa de 1791, en la que, según veíamos se delegaba exclusivamente en el Cuerpo legislativo el poder de proponer y decretar las leyes (Título III, Capítulo III, Sección I, art. 1.°), confiriéndole al Rey una prerrogativa a la que se le llamaba sanción pero que era en realidad un mero veto suspensivo (Título III, Capítulo III, Sección III, art. 1.°). Sólo que nuestra Constitución de 1869 iba más lejos pues se limitaba a decir que «el Rey sanciona y promulga las leyes» (art. 34,2), sin más, lo que acentúa el carácter puramente formulario de esta llamada «sanción» real, a la que, todo lo más, puede atribuirse el valor de un mero requisito de eficacia.

Finalmente, esa sanción se configura como un acto «debido» pues el Rey —que carece de la prerrogativa del veto— no puede negarla.

Todo ello, en definitiva, no es sino consecuencia de un nuevo concepto de la Monarquía: la Monarquía democrática (22).

H) La Constitución de 1876 constituye la última etapa de esa carrera de fechas que batiendo un récord de fecundidad constitucional son no tanto demostración palmarla del fracaso estrepitoso de la convivencia en nuestro siglo XIX (23), cuanto expresión del valor mítico que se confiere al texto fundamental, símbolo de una nueva estructura política y de una nueva actitud mental del hombre (24). Esta Constitución —la de más prolongada vigencia, junto a la de 1845— mantiene el sistema bicameral —Senado y Congreso—, pero, a diferencia de lo que se establecía en el Proyecto republicano de 1873, ambos Cuerpos colegisladores son «iguales en facultades» (art. 19).

Al igual que en las Constituciones que le preceden se recoge el principio de que «la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey» (art. 18).

En esencia, esto se traduce en que el Rey y cada uno de los Cuerpos colegisladores tienen la iniciativa de las leyes (art. 41), y en que las leyes votadas por cada uno de los Cuerpos colegisladores (art. 43) se sancionan y promulgan por el Rey (art. 51).

Ahora bien, ¿qué valor tiene la sanción? ¿Es puramente formularia? O, por el contrario ¿puede decirse que la sanción hace la ley?

Como se establece que si el Rey negare la sanción a un proyecto de ley, no podrá volver a promoverse otro sobre el mismo objeto en aquella legislalatura (art. 44), sin exigir para ello que la resolución real sea motivada ni fijar plazo, parece que es un veto absoluto y que, por tanto, la sanción, exclusivamente ella, perfecciona la ley.

Sin embargo, hay argumentos bastantes para sostener que la ley se perfecciona por la conjunción de la voluntad real y la de las Cortes, debiendo hablarse de una competencia compartida:

a) Así, en la exposición de motivos del proyecto del Gobierno se decía: «Nadie tampoco que sinceramente sea monárquico constitucional discute en España, ni pone en duda, mucho tiempo hace, los atributos esenciales de la Monarquía hereditaria. La sagrada inviolabilidad del Rey; la potestad que comparte con las Cortes para legislar; la de sancionar y promulgar las leyes...».

b) Entrando ya en el análisis del propio texto constitucional nos encontramos con que el Rey necesita estar autorizado por una ley especial para ratificar los tratados de alianza ofensiva, los especiales de comercio, los que estipulen dar subsidios a alguna potencia extranjera y todos aquellos que puedan obligar individualmente a los españoles (art. 55, número 4). Esto significa que el Rey no puede ratificar, del mismo modo que el Gobierno no puede disponer de las propiedades estatales sin estar autorizado por una ley (art. 86). En ambos casos la decisión recae en las Cortes. Siendo esto así, resultaría absurdo pensar que en estos casos la sanción es lo decisivo. Y no hay razón alguna para distinguir dos grupos de sanciones reales; unas con fuerza de hacer la ley y otras puramente formularias.

c) Se previene también que las Cortes fijarán todos los años, a propuesta del Rey, la fuerza militar permanente de mar y tierra (art. 88). Atribuir a la sanción fuerza exclusiva para perfeccionar la ley en este caso equivaldría a transformar la propuesta real en vinculante, lo que no parece admisible.

d) La redacción del artículo 45 es también suficientemente expresiva: «Además de la potestad legislativa que ejercen las Cortes con el Rey...».

e) Puede también argumentarse sobre la base de la declaración constitucional de que «nadie está obligado a pagar contribución que no esté votada por las Cortes...» (art. 3), lo que da a entender que es la actuación de los órganos colegisladores lo verdaderamente decisivo (piénsese que al no existir en esa fecha las que hoy se llaman leyes de prerrogativa, la exigencia de votación en Cortes no puede tener la finalidad de sustraer la imposición de tributos a esa prerrogativa).

f) Por último —y el argumento parece decisivo— idéntica facultad de veto se confiere a cada uno de los Cuerpos legisladores, hasta el punto de que el veto real y el de las Cámaras aparecen regulados en el mismo precepto: «Si uno de los Cuerpos colegisladores desechare algún proyecto de ley, o le negare el Rey la sanción, no podrá volverse a proponer otro proyecto de ley sobre el mismo objeto en aquella legislatura» (art. 44). De admitir que la sanción real «hace la ley» habrá que reconocer análogo valor a la aprobación (no ejercicio del derecho de veto) por los Cuerpos colegisladores. Y si esto es así estamos aceptando la tesis de la coparticipación.

Por último, merece recordarse que la fórmula de promulgación que se vino utilizando durante la vigencia de la Constitución de 1876 es análoga a la prevista en la Constitución de 1812 (art. 155):

«Don Alfonso XII, por la gracia de Dios Rey constitucional de España.

A todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: Que las Cortes han decretado y Nos sancionado lo siguiente:

Por tanto: Mandamos a todos los Tribunales, Justicias, Jefes, Gobernadores y demás autoridades, así civiles como militares y eclesiásticas, de cualquier clase y dignidad, que guarden y hagan guardar, cumplir y ejecutar la presente Ley en todas sus partes» (25).

I) Llegamos, finalmente, al Anteproyecto de Constitución de la Monarquía española presentado a la Asamblea Nacional por el Gobierno de Primo de Rivera en 6 de julio de 1929.

Una primera lectura permite ya situar este texto en la línea de los que aceptan el sistema de competencia compartida, pues en él se recoge la tradicional afirmación de que «la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey, quien las sancionará y promulgará» (artículo 43,3). Pero la potestad legislativa aparece aquí compartida, además, por el Consejo del Reino (órgano que nada o muy poco tiene que ver con el de igual nombre creado en la vigente Ley de Sucesión).

En principio, la iniciativa legislativa la tienen el Rey y las Cortes. Sin embargo, las leyes referentes a política exterior y concordataria, defensa nacional o reforma constitucional, y las que impliquen rebaja de las contribuciones o aumento de los gastos públicos, serán de exclusiva iniciativa del Rey con su Gobierno responsable. Se exceptúan de esta disposición las proposiciones de ley relativas a gastos e ingresos que obtengan la previa conformidad de una quinta parte de los diputados (art. 62).

Desde nuestro punto de vista interesa subrayar esa intervención legislativa (sic, art. 44) que se da al Consejo del Reino, al cual se le dota de veto suspensivo, sin perjuicio del ulterior veto absoluto que tiene el Monarca.

Efectivamente, el Consejo del Reino, por propia iniciativa o cuando lo reclamen el Gobierno, el Presidente de las Cortes o un número de diputados que no sea inferior a la décima parte del total, examinará los proyectos y proposiciones de ley votados por aquéllas (art. 52,1). A tal efecto, todos los proyectos y proposiciones de ley votados por las Cortes deberán ser enviados a aquel Cuerpo ocho días antes de ser sometidos a la sanción regia. Durante dicho plazo, el Gobierno, el Presidente de las Cortes y los diputados podrán pedir al Consejo del Reino el examen de los mismos (art. 99,1), del Anteproyecto de ley Orgánica de las Cortes).

El Consejo, que deliberará en pleno, podrá, por acuerdo adoptado con la concurrencia de dos terceras partes de sus vocales, devolver a las Cortes el proyecto o proposición con las observaciones a que hubiere lugar, reclamando sobre ellos una nueva deliberación (art. 52,2). En este caso, el asunto será objeto de deliberación ante la sección que lo hubiese dictaminado y pasará otra vez por los trámites de un proyecto o proposición de ley (art. 100,2, del Anteproyecto de Ley Orgánica de las Cortes). Terminada la deliberación podrán las Cortes rechazar las observaciones formuladas, siempre que se halle presente la mitad más uno de los diputados (art. 52,2).

El texto definitivamente aprobado por las Cortes, en caso de veto suspensivo, o el enviado al Consejo del Reino, cuando éste no haga uso de esta facultad, se presentará por una Comisión de las Cortes a la sanción real (artículos 99,2 y 100,3, del Anteproyecto de Ley Orgánica de las Cortes).

Consultado o no nuevamente el Consejo del Reino, el Rey podrá conceder o denegar la sanción (art. 52,3). Obtenida la sanción, el proyecto o proposición regirá como ley (art. 99, del Anteproyecto de Ley Orgánica de las Cortes).

2.4 La potestad legislativa en las Constituciones republicanas

A) Hemos de empezar refiriéndonos al Proyecto de Constitución de 1873, que aceptaba como forma de Gobierno de la Nación española la república federal (art. 39).

El poder de la Federación se dividía en Poder legislativo, Poder ejecutivo, Poder judicial y Poder de relación entre estos Poderes (art. 45), siendo el Poder legislativo ejercido exclusivamente (sic) por las Cortes (artículo 46), las cuales adoptaban una estructura bicameral: Congreso y Senado (art. 50).

El trámite legislativo era en esencia el siguiente: presentación de la ley al Congreso, por éste mismo, por el Poder ejecutivo o por el Presidente de la República, votación y aprobación por el Congreso, «sanción», por el Senado, y promulgación por el Presidente de la República. Veamos cómo esto es así:

a) Presentación de la Ley al Congreso: «Todas las leyes serán presentadas al Congreso, o por iniciativa del Presidente, o por iniciativa del Poder ejecutivo» (art. 60). No está muy claro de qué Presidente quiere hablarse: si del Presidente del Congreso (art. 56, 3.°), del Presidente del Poder ejecutivo (art. 71), o del Presidente de la República. Creemos, sin embargo, que lo más probable es que quisiera referirse a este último.

b) Examen, discusión y aprobación por el Congreso y «sanción» por el Senado. Como se dice que «las resoluciones de las Cortes se tomarán a pluralidad de votos» y que «para votar las leyes se requiere, en cada uno de los Cuerpos colegisladores, la presencia de la mitad más uno del número total de individuos, que tengan aprobadas sus actas» (artículo 61), puede pensarse que estamos ante un mecanismo bicameral ordinario o normal: examen por una Cámara y posterior examen —sin limitación especial— por la otra Cámara. O sea que cabría pensar que cada proyecto de ley ha de ser «votado, artículo por artículo, en cada uno de los Cuerpos colegisladores», según decía la Constitución de 1869 (art. 52). Pero no es así. Porque el Senado —que carece de la iniciativa de las leyes— tiene unas facultades de examen limitadas: «El Senado no tiene la iniciativa de las leyes. Corresponde al Senado exclusivamente examinar si las leyes del Congreso desconocen los derechos de la personalidad humana, o los poderes de los organismos políticos, o las facultades de la Federación, o el Código fundamental. Si el Senado, después de madura deliberación, declara que no, la ley se promulgará en toda la nación. Cuando el Senado declare que hay lesión de algún derecho o de algún poder, o de algún artículo constitucional, se nombrará una Comisión mixta que someterá su parecer al Congreso. Si después de examinada de nuevo la ley, el Senado persiste en su acuerdo, se suspenderá la promulgación por aquel año. Si al año siguiente reproduce el Congreso la ley, se remitirá al Poder ejecutivo para su promulgación; pero si éste hiciera objeciones al Congreso, se volverá la ley al Senado, y si el Senado insiste nuevamente, se suspenderá también la promulgación. Por último, si al tercer año se reproduce la ley, se promulgará en el acto por el Presidente y será ley en toda la Federación. Sin embargo, al Poder judicial, representado por el Tribunal Supremo de la Federación, le queda la facultad siempre de declarar en su aplicación si la ley es o no constitucional» (art. 70). Nótese cómo, en definitiva, lo que hace el Senado es vetar o no vetar la ley, autorizar o no su promulgación (26). Nótese que es una situación muy semejante a la que se daba en la Constitución de 1812, sólo que aquí el veto suspensivo lo ejerce el Senado —una de las Cámaras— y no el Rey. Evidentemente —aquí, como allí— no puede hablarse de una verdadera sanción, pero, si alguien «sanciona» es —evidentemente— el Senado, no las Cortes.

c) Promulgación por el Jefe del Estado. Al Presidente de la República compete: 1.° Promulgar dentro de los quince días siguientes a su aprobación definitiva las leyes que decreten y sancionen (sic) las Cortes, salvo que las Cortes decretaren la promulgación urgente. 2.° Hacer, en caso de una disidencia sobre la promulgación de las leyes entre el Senado y el Congreso, a este último las observaciones que juzgue necesarias (art. 82).

Tenemos, por tanto, que las leyes las hacen en este caso las Cortes, ambas Cámaras, sólo que a cada una se atribuye una función distinta: discutir el proyecto artículo por artículo y aprobar su redacción definitiva, al Congreso: y ejercer —mediante un veto suspensivo— un control previo de inconstitucionalidad al Senado. En cuanto ambas funciones se atribuyen a órganos distintos podría hablarse de coparticipación. El Proyecto de 1873 prefiere verla como actuación exclusiva de un órgano superior -—las Cortes— que agrupa a aquellos dos. Pero una cosa es cierta: cuando el artículo 82 dice que el Presidente promulgará dentro de los quince días siguientes a su aprobación definitiva las leyes que decreten y sancionen las Cortes se está expresando incorrectamente. De admitir que hay «sanción», ésta la ejerce sólo el Senado.

B) La Constitución de la II República atribuía la potestad legislativa exclusivamente a las Cortes. Así resulta del artículo 83 que decía lo siguiente:

«El Presidente promulgará las leyes sancionadas por el Congreso, dentro del plazo de quince días, contados desde aquel en que la sanción le hubiere sido oficialmente comunicada.

Si la ley se declarase urgente por las dos terceras partes de los votos emitidos por el Congreso, el Presidente procederá a su inmediata promulgación.

Antes de promulgar las leyes no declaradas urgentes, el Presidente podrá pedir al Congreso, en mensaje razonado, que las someta a nueva deliberación. Si volvieran a ser aprobadas por una mayoría de dos tercios de votantes, el Presidente quedará obligado a promulgarlas.»

Por tanto, en la Constitución de 1931:

a) Sancionar es hacer la ley. Esta facultad se atribuye expresa y exclusivamente a las Cortes, que tenían una estructura unicameral.

b) El Presidente tiene únicamente el derecho de veto suspensivo (no de mero reenvío, pues se exige mayoría cualificada para aprobar nuevamente el texto vetado).

c) La promulgación es obligatoria.

Hay, además, dos casos en que el Presidente carece de veto legislativo:

a) Cuando las leyes han sido declaradas urgentes por las dos terceras partes de los votos emitidos por el Congreso (art. 83,2).

b) Cuando se trata del Presupuesto General, en cuyo caso ni siquiera la promulgación es necesaria (artículo 110). Esto parece ser que deriva de considerar el Presupuesto únicamente como «mero acto de administración financiera que por su importancia requiere la intervención de la Representación nacional. Pero iniciado por el Gobierno y aceptado por las Cortes, el Presupuesto queda perfecto, y puede desde luego ejecutarse, sin que sea necesaria la intervención del Jefe del Estado» (27).

Debe añadirse que todavía en este momento, bajo la vigencia de la Constitución de 1931, la promulgación conserva su originario y propio sentido de comunicación de la aprobación de la ley y de mandato de cumplimiento. La fórmula que se vino utilizando era análoga a la prevista en la Constitución de Cádiz:

«El Presidente de la República española, a todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: Que las Cortes han decretado y sancionado la siguiente ley

Por tanto: Mando a todos los ciudadanos que coadyuven al cumplimiento de esta ley, así como a todos los Tribunales y Autoridades que la hagan cumplir.»

2.5 Resultado del análisis que precede

El estudio de nuestros textos constitucionales permite establecer:

a) En la Constitución de Bayona no se habla de la sanción real, aludiéndose únicamente a la promulgación. A la vista de la regulación que contiene no resulta fácil saber quien detenta la potestad legislativa. Aunque en algún precepto (art. 86) parece configurarse a las Cortes como puramente dictaminadoras, hay otros (arts. 60, 111 y 145) que afirman claramente que son las Cortes las que hacen la ley. Si esta potestad les corresponde exclusivamente o la comparten con el Rey es cosa que no aparece tampoco clara.

b) Nuestra Constitución de 1812, al igual que la francesa de 1791 atribuía al rey, bajo el nombre de «sanción» un mero veto suspensivo que no implicaba para el monarca participación alguna efectiva en la potestad legislativa. Una interpretación menos extremista podría admitir, todo lo más, que la sanción es sólo un correctivo frente a los posibles excesos de unas Cortes apasionadas, que al Rey se le ha dado sólo una parte de la autoridad legislativa, y que las Cortes tienen la autoridad de hacer las leyes de acuerdo con el Rey.

c) La disociación entre hacer la ley y sancionarla es total en la Constitución de 1869, donde la competencia legislativa se atribuye exclusivamente a las Cortes. Y, sin embargo, el Rey sanciona y promulga las leyes.

d) En las restantes Constituciones monárquicas la potestad de hacer las leyes se atribuye a las Cortes con el Rey, expresión que subraya la existencia de una competencia compartida. Y efectivamente es así, sin duda alguna, en el Estatuto Real de 1834, en el Proyecto Istúriz de 1836, y en las Constituciones de 1837, 1845, 1856 y 1876.

e) En los Anteproyectos Primo de Rivera, de 1929, la potestad legislativa de «las Cortes con el Rey» aparece, además, compartida con un llamado Consejo del Reino, de funciones muy complejas.

f) En el Proyecto republicano de Constitución federal de 1873 es evidente que la sanción no hace la ley. En primer lugar, porque no hay sanción, sino veto suspensivo que se atribuye al Senado. La afirmación del artículo 82 de que las Cortes «decretan y sancionan» las leyes es técnicamente incorrecta. Si alguien «sanciona» es el Senado. Pero quien hace la Ley son ambas Cámaras.

g) Únicamente en la Constitución de 1931 puede afirmarse con toda certeza que la sanción hace la ley, atribuyéndose dicha facultad expresa y exclusivamente a las Cortes (de estructura unicameral). El Presidente tiene sólo derecho de veto suspensivo. La promulgación es obligatoria.

3. LA POTESTAD DE «HACER LAS LEYES» EN NUESTRA CONSTITUCIÓN VIGENTE

3.1 La situación antes de la ley para la Reforma Política

A) Un hecho parece irrefutable: de 1942 a 1967 hemos pasado de unas Cortes «dictaminadoras» a unas Cortes «aprobantes». Para comprobarlo basta con comparar la redacción inicial de los artículos 1, 14, 16 y 17 de la Ley de Cortes con la que dichos preceptos reciben a partir de la LOE (28).

Ley de Cortes, redacción de 1942 Ley de Cortes, redacción de 1967

Es misión principal de las Cortes la preparación y elaboración de las Leyes, sin perjuicio de la sanción que corresponde al Jefe del Estado (artículo 1.°).

Las Cortes en Pleno o en Comisión serán oídas para la ratificación de aquellos tratados que afecten a materias cuya regulación sea de su competencia, conforme a los artículos anteriores (art. 14).

El Presidente de las Cortes remitirá el proyecto de ley, elaborado por las mismas, al Gobierno para ser sometido a la aprobación del Jefe del Estado (art. 16).

El Jefe del Estado podrá devolver las leyes a las Cortes para nuevo estudio (artículo 17).

Es misión principal de las Cortes la elaboración y aprobación de las Leyes, sin perjuicio de la sanción que corresponde al Jefe del Estado (art. 1.°).

La ratificación de tratados o convenios internacionales que afecten a la plena soberanía o a la integridad territorial española serán objeto de ley aprobada por el Pleno de las Cortes.

La Cortes en Pleno o en Comisión, según los casos, serán oídas para la ratificación de los demás tratados que afecten a materias cuya regulación sea de su competencia (art. 14).

El Presidente de las Cortes someterá al Jefe del Estado, para su sanción, las leyes aprobadas por las mismas, que deberán ser promulgadas en el plazo de un mes desde su recepción por el Jefe del Estado (art. 16).

El Jefe del Estado, mediante mensaje motivado y previo dictamen favorable del Consejo del Reino, podrá devolver una ley a las Cortes para nueva deliberación (art. 17).

Cuál sea el efectivo alcance de esa «aprobación» de las Cortes es cosa que hemos de precisar. Pero lo que parece evidente es que estos cambios terminológicos no son caprichosos, sino que responden a una distinta concepción del cometido encomendado a las Cortes.

B) El Jefe del Estado «sanciona y promulga las leyes y provee a su ejecución» (art. 6, LOE). ¿Qué quiere decir esto? Hay que distinguir: el Jefe del Estado sanciona las leyes; el Jefe del Estado promulga las leyes y provee a su ejecución. Empecemos por esto último.

Decir que el Jefe del Estado «promulga las leyes y provee a su ejecución» es no decir absolutamente nada. Hoy día estas expresiones carecen de valor. Constituyen mera pervivencia de fórmulas históricas vacías hoy de contenido.

Como hemos visto, en nuestro Derecho histórico —concretamente en la Constitución de 1812 —la promulgación stricto sensu consistía en una fórmula solemne por la que el Rey comunicaba a las autoridades civiles y militares que las Cortes habían decretado (aprobado) la ley, y que él mismo la había sancionado, y que, en consecuencia, ordenaba que se imprimiera, publicara y circulara.

Hoy día la que se llama fórmula de promulgación se limita a constatar la sanción del Jefe del Estado (29). Tampoco puede decirse que promulgar es publicar porque la publicación no es competencia del Jefe del Estado sino de quien tiene conferida la potestad de autorizar la inserción en el «BOE» (30).

Por lo que respecta a la expresión «provee a su ejecución» no es sino una manifestación del principio de distinción de poderes en su más rígida concepción (separación), según la cual las asambleas deliberantes no tienen competencia para la ejecución de sus decisiones, ni siquiera para darles fuerza obligatoria. Por donde la misma promulgación, en su sentido estricto antes indicado, constituye también manifestación del citado principio de distinción de poderes (31).

Por tanto, si se admite que nuestro sistema, al basarse en «los principios de unidad de poder y coordinación de funciones» (art. 2, II, LOE), rechaza el de distinción de poderes, es evidente que la expresión «provee a su ejecución» resulta anacrónica. Porque es evidente que el art. 2, II, LOE, ha realizado una corrección conceptual y terminológica de acuerdo con lo sugerido por determinada corriente doctrinal (32). Así, pues, la expresión citada carece de valor, ya que propiamente no es el Jefe del Estado quien ejecuta la ley, sino aquellos órganos encargados de su desarrollo o reglamentación. En realidad, aquí no hay sino reiteración de una fórmula usual en nuestras Constituciones, donde se atribuye al Rey la potestad de hacer ejecutar las leyes (33).

C) Pasemos ahora a la sanción. ¿Qué valor hay que atribuirle en nuestro actual sistema constitucional? Tres, parece, que son las opciones posibles:

a) El perfeccionamiento de la ley depende exclusivamente de la sanción del Jefe del Estado.

b) La ley se perfecciona por la aprobación de las Cortes, siendo la sanción un mero requisito de eficacia.

c) El perfeccionamiento de la ley depende de la concurrencia de la aprobación de las Cortes y de la sanción del Jefe del Estado.

La primera de estas opciones —la sanción hace la ley— es tesis aceptada por algunos de nuestros administrativistas y constitucionalistas. Desde 1942 hasta 1967 ésta ha sido la solución vigente en nuestro sistema constitucional. A partir de esta fecha, sin embargo, hay que pensar que esta tesis es inaceptable, ya que es indudable que las Cortes aprueban la ley. La insistencia con que en la reforma de 1967 se ha subrayado el vocablo aprobar, modificando en este sentido la redacción de diversos preceptos de la Ley de Cortes, no permite dudar de que la intención del legislador ha sido la de alterar radicalmente el sistema vigente desde 1942. Cuál sea el alcance exacto de esta alteración es cosa que veremos dentro de un momento. Pero parece innegable que la dicción literal de los nuevos artículos 1, 14 y 16 expresan la existencia en las Cortes de una verdadera competencia decisoria. Por lo demás, y contemplada la sanción desde la perspectiva del veto, es innegable —según razonaremos después— que en nuestro Derecho vigente el Jefe del Estado no tiene veto absoluto ni siquiera suspensivo, disponiendo sólo del derecho de reenvío, de alcance distinto.

La segunda opción —la sanción como requisito de eficacia— encuentra en nuestra legislación un claro antecedente en la Constitución de 1869. La fórmula de promulgación que se viene utilizando a partir de 1967 no se opone a la aceptación de esta tesis: «En su virtud, y de conformidad con la ley aprobada por las Cortes Españolas, vengo en sancionar...». Pero esta solución —que aproximaría nuestro sistema al gobierno de asamblea— carece de raíces en nuestra historia constitucional. Pensamos, pues, que es la tercera de las opciones sugeridas la que debe aceptarse.

Esta otra tesis —concurrencia de las Cortes y el Jefe del Estado en el perfeccionamiento de la ley— enlaza directamente con nuestra tradición monárquica, donde la fórmula constitucional: «las Cortes con el Rey», indicaba una concurrencia de voluntades entre ambos.

Sin embargo, y teniendo por válidos los argumentos de tipo gramatical antes utilizados para rechazar la primera de las opciones apuntadas, es desde la perspectiva de las limitaciones que se oponen al no ejercicio de la facultad sancionadora desde donde puede calibrarse el alcance de la sanción en nuestro sistema constitucional vigente.

Pues bien, nuestra opinión en este punto es la de que la técnica vigente a partir de 1967 es la del reenvío, y que la inspiración para regularlo se ha buscado directamente en la Constitución de la V República francesa, la cual, a su vez, reproduce en esencia los correspondientes preceptos de la III y de la IV República.

Que la inspiración no se ha buscado en nuestra historia constitucional es evidente. El examen de nuestros textos constitucionales arroja el siguiente resultado:

a) Como regla general, el Jefe del Estado tuvo siempre en nuestra Patria el veto absoluto. La formulación más contundente se intenta en el proyecto Istúriz de 1836 (art. 31).

«Al Rey toca sancionar y promulgar las leyes. Ningún proyecto de ley tiene carácter de ley hasta recibir la sanción real. El veto del rey es absoluto y se expresará en la forma que determinaren los Reglamentos. El Rey dará o negará la sanción a los proyectos de ley en el curso de la legislatura en que hubieren sido presentados o antes de abrirse la inmediata.»

En la Constitución de 1837 (art. 39) se adopta otra fórmula que habría de transcribirse literalmente en las Constituciones de 1845 (art. 38), 1856 (art. 40) y 1876 (art. 44) (34):

«Si uno de los Cuerpos colegisladores desechare algún proyecto de ley, o le negare el Rey la sanción, no podrá volverse a proponer otro proyecto de ley sobre el mismo objeto en aquella legislatura.»

El veto absoluto se confiere igualmente al Monarca en el anteproyecto Primo de Rivera (art. 52):

«El texto definitivamente aprobado por las Cortes se someterá a la sanción del Rey, quien podrá concederla o negarla, consultado o no nuevamente el Consejo del Reino.»

b) La Constitución de 1812 atribuía al Rey un veto suspensivo (de apelación ante legislaturas futuras):

«Si el Rey negare la sanción, no se volverá a tratar del mismo asunto en las Cortes de aquel año; pero podrá hacerse en las del siguiente» (articulo 147).

«Si en las Cortes del siguiente año fuere de nuevo propuesto, admitido y aprobado el mismo proyecto, presentado que sea al Rey, podrá dar la sanción, o negarla por segunda vez en los términos de los artículos 143 y 144; y en el último caso, no se tratará del mismo asunto en aquel año» (art. 148).

«Si de nuevo fuere por tercera vez propuesto, admitido y aprobado el mismo Proyecto en las Cortes del siguiente año, por el mismo hecho se entiende que el Rey da la sanción, y presentándosele, la dará en efecto por medio de la fórmula expresada en el artículo 143» (art. 149).

También se atribuía veto suspensivo (de mayoría reforzada) al Jefe del Estado en la Constitución de 1931 (art. 83):

«El Presidente promulgará las leyes sancionadas por el Congreso, dentro del plazo de quince días, contados desde aquel en que la sanción le hubiere sido oficialmente comunicada.»

«Si la ley se declarare urgente por las dos terceras partes de los votos emitidos por el Congreso, el Presidente procederá a su inmediata promulgación.»

«Antes de promulgar las leyes no declaradas urgentes, el Presidente podrá pedir al Congreso, en mensaje razonado, que las someta a nueva deliberación. Si volvieran a ser aprobadas por una mayoría de dos tercios de votantes, el Presidente quedará obligado a promulgarlas.»

c) Finalmente, el Rey carece de veto (absoluto o suspensivo) en el Estatuto Real de 1834, en la Constitución de 1869 y en el proyecto Bravo Murillo de 1852.

Vemos, pues, que el reenvío —facultad de exigir una reconsideración del texto por la misma o siguiente legislatura, que no exige ni mayoría reforzada ni reconsideración de varias legislaturas sucesivas— no se ha dado nunca en nuestro Derecho constitucional. Y, según decíamos, el modelo se ha buscado en la Constitución de la V República francesa.

D) Es cierto que en la vecina República el Jefe del Estado carece de la prerrogativa de la sanción, de manera que la ley la hace exclusivamente el Parlamento. Pero, prescindiendo de esto —que de momento no interesa—, la simple comparación del artículo 10 de la Constitución francesa de 4 de octubre de 1958 y los artículos 16 y 17 de la Ley de Cortes en su versión actual muestra el parentesco evidente entre ambos preceptos (35).

Constitución Francesa
Constitución Española (Ley de Cortes)

10. Le Président de la République promulgue les lois dans les quinze jours qui suivent la transmission au Gouvernement de la loi définitivement adoptée.

Il peut, avant l’expiration de ce délai, demander au Parlement une nouvelle délibération de la loi ou de certains de ses articles. Cette neuvelle délibération ne peut être refusée.

16. El Presidente de las Cortes someterá al Jefe del Estado, para su sanción, las leyes aprobadas por las mismas, que deberán ser promulgadas en el plazo de un mes desde su recepción por el Jefe del Estado.

17. El Jefe del Estado, mediante mensaje motivado y previo dictamen favorable del Consejo del Reino, podrá devolver una ley a las Cortes para nueva deliberación.

Como se ve, tanto en la Constitución francesa como en la española,

a)Se establece la promulgación obligatoria dentro de un plazo determinado (quince días en el texto francés, un mes en el español).

b) Se confiere al Jefe del Estado la prerrogativa de devolver —dentro de ese plazo— la ley al Parlamento para nueva deliberación.

En la Ley española, además, esta prerrogativa aparece limitada por la exigencia:

a) De motivar.

b) De adoptar la forma de mensaje, lo que supone la necesidad de contar con el asenso del Gobierno [art. 7, a), LOE].

c) De informe vinculante (dictamen favorable) del Consejo del Reino (art. 16 de la Ley de Cortes). Y al respecto se ha hecho notar «que en el Consejo del Reino son mayoritarios los consejeros electos por las Cortes, y aunque desde luego no reciban de éstas mandato imperativo alguno cabe esperar que exista entre ambos órganos cierta armonía general de puntos de vista, armonía que lógicamente dificultará muchísimo la emisión por parte de aquél de un dictamen favorable a la denegación de la sanción» (36).

Pues bien, este derecho de reenvío no constituye propiamente un veto, ni absoluto ni suspensivo. Como se hizo ya notar en relación con el reenvío previsto en la Constitución de la III República francesa, no se exige, como ocurría en la francesa de 1791, o en la española de 1812, que la nueva discusión sea obra de una legislatura posterior: el Jefe del Estado «no apela de la legislatura presente ante las legislaturas futuras, sino que dirige su petición a los mismos miembros de las asambleas que acaban de adoptar la ley. En estas condiciones, el supuesto veto presidencial viene a ser, no ya un poder de verdadero impedimento opuesto a la voluntad de las Cámaras actuales, sino simplemente facultad de llamar su atención sobre ciertos inconvenientes que el Ejecutivo cree hallar en la disposición legislativa recientemente votada por él; en una palabra, sólo constituye, en favor del Ejecutivo la facultad de suscitar un examen complementario de la ley» (37). En esencia, estas mismas palabras podrían aplicarse a la prerrogativa del Jefe del Estado español.

Por tanto, en nuestro sistema constitucional vigente, el Jefe del Estado —al igual que el Presidente francés— no puede vetar la ley, únicamente puede pedir que las Cortes— incluso en la misma legislatura si hubiese tiempo para ello— examinen y discutan de nuevo la ley o la parte de ella sobre la que haya formulado observaciones.

La palabra deliberación del artículo 17 de la Ley de Cortes ha debido querer traducir la voz délibération utilizada en el correspondiente texto francés, donde significa también resolución, decisión. Por tanto, las Cortes, en caso de reenvío, procederán a examinar y discutir el texto que ya aprobaron una vez, teniendo en cuenta las observaciones formuladas por el Jefe del Estado, aprobando nuevamente el texto en el que introducirán, si lo consideran razonable, las oportunas modificaciones.

No está muy claro si el Jefe del Estado puede reiterar el reenvío de una ley, es decir, devolverla una y otra vez a las Cortes hasta lograr la coincidencia en aquellos puntos sobre los que su criterio fuere diferente del de aquéllas (38). Prescindiendo de lo improbable que resulta que semejante situación llegara a darse, el silencio de nuestra constitución favorece las posturas discrepantes en este problema. Ahora bien; si se acepta, como aceptamos nosotros, la tesis de la coparticipación, la solución afirmativa se impone: la insistencia en el reenvío no sería sino expresión de la auténtica participación del Jefe del Estado en la creación de la Ley, pues su voluntad ha de concurrir junto a la de las Cortes para que la ley nazca.

Por lo demás, conviene insistir en que, en la práctica, la devolución sólo se dará muy excepcionalmente, pues hay otros mecanismos en la Constitución que permiten obtener el mismo resultado que el que se puede obtener con aquélla. Tales son la posibilidad que tiene el Gobierno de bloquear las proposiciones de ley o de retirar los proyectos de ley (arts. 64, 65 y 83, Regto. de las Cortes de 15 de noviembre de 1971). Estos mecanismos son, sin duda, más eficaces, pues —al no exigirse voto cualificado en este segundo examen de la ley— el reenvío queda —desde la perspectiva del Jefe del Estado— como una prerrogativa de escasa contundencia, por lo que no puede sorprender que fuera criticado por la doctrina durante la vigencia de la III República francesa (39).

E) A la vista de la modificación realizada en 1967 en los artículos 1, 14, 16 y 17 de la Ley de Cortes, se ha dicho muy expresivamente (40) que «antes de la LOE el perfeccionamiento de la ley pendía exclusivamente de la sanción del Jefe del Estado, y de esta sanción recibía toda su fuerza obligante. Con la LOE (...) el perfeccionamiento de la ley pasa a depender de la concurrencia de dos voluntades: la de las Cortes, que se expresa técnicamente ahora con la voz aprobación, y la del Jefe del Estado, que conserva su tradicional denominación monárquica de sanción». La potestad legislativa —se añade— «pasa a ser compartida por las Cortes y el Jefe del Estado. Consecuentemente, varía la fórmula promulgatoria de las leyes; hasta la Ley Orgánica el Jefe del Estado, único firmante de las mismas, se expresaba así: ”En su virtud, y de conformidad con la propuesta elaborada por las Cortes Españolas, dispongo...”. Pero desde la Ley Orgánica la fórmula es ésta: "En su virtud, y de conformidad con la Ley aprobada por las Cortes Españolas, vengo en sancionar...”; y junto a la firma del Jefe del Estado aparece ahora la contrafirma del Presidente de las Cortes, que es órgano refrendante en virtud del artículo 8.° de la Ley Orgánica.»

Por tanto, en nuestro sistema constitucional, para hacer la ley se precisa de la concurrencia de dos declaraciones de voluntad: la de las Cortes y la del Jefe del Estado. Si una de esas voluntades falta, la ley no nace.

F) Pero importa mucho subrayar que la aprobación de las Cortes y la sanción del Jefe del Estado son actos de la misma naturaleza, con lo cual estamos rechazando de un modo terminante la doctrina alemana tradicional que vino sosteniendo la diferente naturaleza de uno y otro acto, por considerar que la elaboración y aprobación por el Parlamento constituye una mera condición posibilitante de la sanción y no elemento integrante del mismo. Incluso, queriendo aclarar su postura, algún autor recurría a un ejemplo tomado del Derecho de familia. En este sentido decía que así como el tutor que habilita a su pupilo para contraer matrimonio no toma, sin embargo, parte alguna en el acto por el cual se realiza el matrimonio, tampoco el consentimiento de las Cámaras, si bien condiciona el mandamiento legislativo del Rey, se confunde con éste (41).

Advirtamos de paso que el ejemplo en cuestión no parece muy afortunado. Llevada la comparación a sus últimas consecuencias habría que admitir la superioridad del Parlamento sobre el Jefe del Estado, dada la relación que liga al tutor con el pupilo. Sin embargo, tal cosa no puede admitirse ni en nuestro sistema ni en el de las Monarquías alemanas al que el ejemplo se aplicaba (42).

Efectivamente, el Jefe del Estado aparece configurado como la autoridad más alta dentro del Estado, como órgano que «ejerce el poder supremo político y administrativo» y que «garantiza y asegura el regular funcionamiento de los Altos Órganos del Estado y la debida coordinación entre los mismos» (art. 6.°, LOE). Y es en esta idea de la supremacía del Jefe del Estado sobre los restantes órganos estatales donde debe buscarse la clave para perfilar la relación de la aprobación de la ley por el Parlamento y la sanción de la misma por el Jefe del Estado. No se trata de una diferencia de naturaleza, sino de una cuestión de jerarquía. Como se ha escrito acertadamente, «en una monarquía, incluso si ésta es limitada, el rey es el órgano estatal supremo, si no en el sentido de que entraña de un modo inicial la potestad entera del Estado, por lo menos en el sentido de que participa, por cuanto es la autoridad más alta, en todas las funciones de potestad estatal. Esto ocurre especialmente en materia legislativa». El Jefe del Estado «es llamado a enunciar, en materia legislativa, la voluntad más alta que existe en el Estado, y entonces esto implica que su cometido especial consiste en emitir la decisión definitiva y suprema que originará la ley. La idea precisa que hay que formarse de la sanción es, pues, que por ella el Jefe del Estado es llamado a estatuir en último término, ejerciendo, con el nombre de sanción, un poder que consiste en perfeccionar la ley, después de haber sido adoptada ésta por las Cámaras. No es que entre en la sanción un elemento de mando o de potestad especial que no estuviera contenido en la adopción votado por las Cámaras, pues desde el punto de vista objetivo, tanto la sanción del rey como la adopción por el Parlamento son actos de la misma naturaleza, y las voluntades expresadas por cada una de dichas autoridades son idénticas en cuanto a su contenido. Pero si bien, de una parte y de otra, el acto es el mismo, no lo realizan ambas autoridades en la misma cualidad, ya que no se hallan en pie de igualdad. La distinción entre la sanción y la adopción parlamentaria se refiere a una cuestión de jerarquía de los órganos, y la sanción adquiere su significación particular del hecho de ser la manifestación de la voluntad de la autoridad más elevada, así como de aquella en que se realiza la voluntad superior del Estado. Así se explica que la sanción debe producirse en último lugar» (43).

3.2 La potestad de «hacer las leyes» en el proyecto de ley para la Reforma Política

A) El proyecto de Ley para la Reforma Política enviado por el Gobierno al Consejo Nacional del Movimiento para informe decía en el número 2 de su artículo 1°:

«La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes. El Rey sanciona y promulga las leyes.»

Este precepto no era sino transcripción literal del artículo 34 de la Constitución de 1869, donde, como hemos visto más atrás [cfr. apartado 2.3, letra G), de este capítulo], se establecía una disociación total entre hacer la ley y sancionarla, de forma que, aunque el Rey sanciona y promulga las leyes, la potestad legislativa se atribuye exclusivamente a las Cortes.

B) El Consejo Nacional del Movimiento, en su informe, objetaba ya el texto del Gobierno, diciendo (44):

«La fórmula utilizada en el Proyecto "la potestad de hacer las leyes” merece cierta puntualización dado que el significado literal de esta expresión —hacer las leyespuede no coincidir con su contenido político. Debe señalarse con toda precisión que es misión propia de las Cortes la elaboración y aprobación de las leyes y corresponde al Rey su sanción y promulgación. El Consejo sugiere la conveniencia de esta precisión para que, en ningún caso, se entiendan menoscabadas ni la competencia de las Cortes ni las prerrogativas del Rey recogidas en nuestras Leyes Fundamentales.»

C) Como se sabe, el Gobierno envió a las Cortes el mismo proyecto que se había remitido en su día al Consejo Nacional del Movimiento, acompañando ahora el informe de este Alto Organismo.

Ya en las Cortes, y abierto el plazo para la presentación de enmiendas, el Procurador señor Meilán decía en la suya, entre otras cosas que no afectan al  punto que aquí tratamos, lo siguiente (45):

«El texto transcrito es reproducción literal del artículo 34 de la Constitución de la Monarquía española de 1869.

Este precepto suscita una serie de dudas que no resultan fáciles de resolver por la ausencia de disposiciones derogatorias. En el precepto citado no se declara cuál es el alcance de la expresión "hacer las leyes". De otra parte, tampoco queda claro cuál es el alcance de la segunda frase ”El Rey sanciona y promulga las leyes”. Esta es transcripción literal, de lo que actualmente dice el artículo 6.º de la Ley Orgánica del Estado. ¿Significa esto que el proyecto de ley no intenta modificar las potestades del Rey como Jefe del Estado?

Si es así, la primera frase es equívoca ya que la potestad de hacer —aceptando el carácter vulgar del término— las leyes, reside en las Cortes con el Rey.

Esta es la tradición constitucional española salvo la excepción de 1869 y, desde otra perspectiva, la de 1812.

Esta es la formulación que se acomoda a lo establecido en los artículos 16 y 17 de la Ley de Cortes, según la redacción de 1967, y el artículo 3.°, 3 del proyecto de ley de (sic) reforma política. En nuestro Derecho vigente, la sanción es algo más que un requisito de eficacia.

Si se ha querido modificar la realidad vigente sería conveniente derogar el actual artículo 17 de la Ley de Cortes, según el cual, ”El Jefe del Estado, mediante mensaje motivado y previo dictamen favorable del Consejo del Reino, podrá devolver una ley a las Cortes para nueva deliberación”. Precepto que es, de otra parte, bastante insólito en nuestro Derecho.»

3.3 La coparticipación en la función legislativa en el texto definitivo de la nueva Ley Fundamental

A) La ponencia designada para informar el proyecto, a la vista de las consideraciones que preceden, cambió la redacción del número 2 del artículo 1.° por esta otra, que fue la que se aprobó definitivamente:

«La potestad de elaborar y aprobar las leyes reside en las Cortes. El Rey sanciona y promulga las leyes.»

Si bien se mira, la nueva redacción no es sino resultado de la yuxtaposición de dos preceptos que estaban en vigor en el momento de aprobarse la nueva Ley Fundamental: el artículo 1.° de la Ley de Cortes («es misión principal de las Cortes la elaboración y aprobación de las leyes...») y el artículo 6.° de la Ley Orgánica del Estado («el Jefe del Estado... sanciona y promulga las leyes...»).

Puestos a mejorar el texto —admitiendo que no se quiso atribuir con carácter exclusivo a las Cortes la potestad legislativa—, quizá hubiera sido mejor recoger la fórmula tradicional: «La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey».

B) En todo caso, lo que no puede dudarse es que es la tesis de la coparticipación la que ha prevalecido. Y no sólo porque a esta conclusión hay que llegar en base a lo que razonábamos más atrás (cfr. núm. 3.1 de este capítulo), sino también porque la ponencia en su informe decía lo siguiente (46):

«...; en cambio, entiende que la ley no está "hecha" hasta que ha recaído la sanción regia, por lo que, como se destaca por el señor Meilán Gil, existe cierta contradicción entre los dos incisos del apartado, que debe entenderse salvada con la nueva redacción que, aceptando las enmiendas antes mencionadas, se propone en el anexo a este informe.»

Y por si había todavía alguna duda, el señor Primo de Rivera, de la ponencia, dijo en su intervención ante el Pleno (47):

«Y si en el apartado segundo hemos sustituido la palabra "hacer" por "elaborar y aprobar las Leyes", es porque la Ponencia estima que en la palabra "hacer" está intrínsecamente incluido el concepto "sancionar", porque es obvio que las leyes las hacen las Cortes con el Rey, pero no cree que es misión exclusiva de las Cortes hacer las leyes.»

Así, pues, no hay duda: las leyes —en la Constitución española vigente— las hacen las Cortes con el Rey.

C) No basta, sin embargo, con decir que en nuestro sistema constitucional la potestad legislativa la comparten las Cortes y el Rey, o —lo que es igual— que la concurrencia de sus respectivas declaraciones de voluntad hace la ley. Es necesario calificar jurídicamente este hecho. Tres opciones se ofrecen como posibles:

a) Se trata de un acuerdo de voluntades entre las Cortes y el Jefe del Estado análogo al que se produce entre dos personas que contratan entre sí. Por más que esta construcción pueda hoy resultarnos chocante, durante mucho tiempo vino aceptándose sin contradicción para explicar precisamente el mecanismo legislativo de los sistemas monárquicos que confieren al Rey la sanción de las leyes (48). Que se trata de una explicación falsa es evidente, pues mientras las partes de un contrato tienen intereses contrapuestos, tal contraposición falta aquí, ya que tanto el Parlamento como el Jefe del Estado con facultad sancionadora al intervenir en la actividad legislativa persiguen la satisfacción de un único y solo interés.

b) Se trata de un acto simple emitido por un órgano complejo. Esta postura se ha sostenido en la doctrina francesa, diciendo: «Pero estas dos voluntades, cuya coexistencia e identidad son indispensables para la formación definitiva de la ley, desempeñan en la obra de la legislación el mismo papel, por cuanto se refiere a los mismos objetos. Se completan la una a la otra, no ya en el sentido de que se apliquen, respectivamente, a dos elementos legislativos diferentes, cuya reunión es necesaria para que la ley se constituya, sino en el sentido que cada uno de los elementos de la legislación debe ser querido paralelamente y de un modo dualista por el monarca y por el Parlamento, que forman así entre los dos un órgano legislativo complejo...» (49). Estas afirmaciones parten precisamente de la consideración de la potestad estatal como un todo unitario, repudiando expresamente la famosa doctrina de Montesquieu: «No existen en el Estado tres poderes, sino una potestad única, que es su potestad de denominación: Esta potestad se manifiesta bajo múltiples formas: su ejercicio pasa por diversas fases: iniciativa, deliberación, decisión, ejecución. Los diversos modos de actividad que entraña pueden necesitar de la intervención de órganos plurales y distintos. Pero en el fondo, todos estos modos, formas o fases, concurren a un fin único: asegurar dentro del Estado la supremacía de una voluntad dominante, que no puede ser otra que una voluntad única e indivisible» (50). Los titulares de las funciones legislativa, ejecutiva y judicial reciben, con diversas competencias, la misión de colaborar al ejercicio de una potestad única: «Esta comunidad de cometido es particularmente notable en el caso en que diversas autoridades deben, según la Constitución, concurrir en la realización de una categoría determinada de actos. Esto ocurre, por ejemplo, en aquellos Estados en los que la Constitución exige, para la elaboración de la ley, tanto la aprobación por las Cámaras como la sanción del monarca. Contrariamente a la antigua doctrina, que consideraba este encuentro necesario de dos voluntades conformes como un cambio de consentimientos comparable a un acuerdo de naturaleza contractual, la verdad jurídica —reconocida hoy por la mayoría de los autores— es que en el sistema de la sanción, el rey y el Parlamento forman en conjunto un órgano legislativo único, o lo que viene a ser lo mismo, en este sistema el órgano legislativo es un órgano complejo, constituido por dos autoridades. Evidentemente, cada una de estas dos autoridades expresa separadamente su voluntad especial con miras a la formación de las leyes; y esto es por lo demás lo que ocurre también en el sistema de las dos Cámaras, donde las asambleas deliberan y deciden cada una por su lado. Pero, así como las dos Cámaras son colectivamente el órgano de una voluntad legislativa única, así también el Rey y el Parlamento concurren, con sus voluntades distintas, a la formación de una voluntad legislativa, que es, en definitiva, la voluntad estatal única del Estado» (51).

c) Se trata de un acto complejo emitido por órganos distintos (52). Esta calificación parece la más exacta (53), incluso la más comprensible. Hay dos órganos —el Jefe del Estado, las Cortes— que intervienen sucesivamente con facultades decisorias concurrentes al logro del objetivo pretendido. El acto es único, la declaración de voluntad plural Se trata de un supuesto más —de los varios que ofrece el derecho positivo— en que para la producción de un determinado efecto jurídico es necesario que intervengan con competencia decisoria dos o más órganos distintos que emiten sus respectivas declaraciones de voluntad en forma sucesiva, y apareciendo dichas declaraciones refundidas en una resolución única (54). La firma del Jefe del Estado y del Presidente de las Cortes que aparecen al pie son expresión gráfica de ese acuerdo de voluntades. Sólo que el Presidente del órgano legislativo actúa aquí en su doble condición de representante de las Cortes (artículo 17 del Reglamento de 15 de noviembre de 1971) y de refrendador que, en cuanto tal, concurre autónomamente a la perfección de la ley asumiendo individualmente la posible responsabilidad que para el Rey pudiera derivarse (art. 8.° de la Ley Orgánica del Estado).

D) Llegamos, así, al final. Parece que hay que admitir que, jurídicamente, y desde la perspectiva examinada, la ley nos aparece como acto complejo.

Por lo demás, y contemplada nuestra Constitución desde el punto de vista de la elaboración de la Ley, bien puede decirse que existe una distribución en el ejercicio del poder, ya que ni el Parlamento ni el Jefe del Estado monopolizan la función legislativa. Esto no supone, naturalmente, que todos los problemas estén resueltos. Punto neurálgico lo constituye, sin duda, la independencia funcional del Parlamento, donde se centra hoy «esa interminable lucha por el poder entre Gobierno y Parlamento» (55).

NOTAS AL CAPÍTULO 4

(1) En este capítulo transcribo, con las necesarias supresiones, adaptaciones y adiciones, el trabajo que, con el título La sanción de la ley en Derecho español, publiqué en el «Boletín Informativo de Ciencia Política», núms. 13-14, Madrid, 1973, páginas 117-168.

(2) R. CARRE DE MALBERG: Teoría general del Estado, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1948, p. 354.

(3) Un resumen y valoración crítica de las diversas posiciones doctrinales puede verse en R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota anterior, especialmente pp. 358-375 (para la resolución de las Cámaras y la sanción) y 376-406 (para la promulgación).

(4) Debemos advertir que la terminología en este punto no suele ser acorde. KARL LOEWENSTEIN: Teoría de la Constitución, traducción española —admirable— de ALFREDO GALLEGO ANABITARTE, Ed. Ariel, Barcelona, 1970, p. 271, llama veto suspensivo al reenvío. En cambio, MAURICE DUVERGER: Instituciones políticas y Derecho Constitucional, trad. española, Ed. Ariel, Barcelona, 1962, p. 167, distingue el reenvío, el veto suspensivo y el veto absoluto. Esta es también la postura de R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota 2, pp. 372 y ss.; M. FRAGA IRIBARNE: El Reglamento de las Cortes Españolas, Madrid, 1959, p. 184, distingue el veto absoluto, el veto suspensivo, el veto devolutivo y el veto traslativo.

(5) Artículo 81 de la Constitución de 24 de enero de 1967, modificada en 17 de octubre de 1969. El texto de esta Constitución y un estudio preliminar sobre La situación constitucional de Brasil puede verse en «Corpus Constitutionnel», Leiden, 1972, tomo I, fascículo 3, pp. 805-881.

(6) Artículo 1, sección 7, de la Constitución de los Estados Unidos de 1887. Puede consultarse en Textos constitucionales, Ed. lEP, Madrid, 1956, pp. 45-80.

(7) El texto de las Constituciones de la III, IV y V Repúblicas puede consultarse en MAURICE DUVERGER: Constitutions et documents politiques, 6.a ed., Presses Universitaires de France, Paris, 1971, pp. 162 y ss„ 189 y ss. y 233 y ss.

(8) El texto de la Carta de 1814 y de la Constitución de 1791, en MAURICE DUVERGER: Constitutions et documents politiques, cit. en nota anterior, pp. 121-126 y 10-35, respectivamente. En la aludida Carta constitucional, si bien el Rey tenía un veto absoluto (art. 21), el poder legislativo se ejerce colectivamente por el Rey, la Cámara de los Pares y la Cámara de los Diputados de los Departamentos (art. 15). Sobre este punto y sobre el valor de la sanción en la Constitución francesa de 1791 y en la de los Estados Unidos, cfr. R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota 2, pp. 371-375.

(9) El veto corresponde a la «facultad de impedir» y la sanción a la «facultad de estatuir», según la terminología de Montesquieu: «La puissance exécutrice, comme nous avons dit, doit prende part à la législation par sa faculté d’empêcher; sans quoi elle sera bientôt dépouillée de ses prérogatives. Mais si la puissance legislative prend part a l’exécution, la puissance executrice sera également perdue. Si le monarque prenait part à la legislation par la faculté de statuer, il n'y aurait plus de liberté. Mais, comme il faut pourtant qu'il ait part a la législation pour se defendre, il faut qu’il y prenne part la faculté d’empêcher» (Libro XI, 6 de L'Esprit des lois, en Montesquieu. Ouvres complètes, Paris, 1964, pág. 587), Cfr.: también R. CARRE DE MALBERG, Teoría..., cit. en nota 2, p. 373, por nota.

(10) Cfr.: CARLOS SANZ CID: La Constitución de Bayona, ed. Reus, Madrid, 1922, especialmente pp. 308-384, donde se da noticia de las opiniones emitidas sobre el articulado ante la Asamblea. El texto de los sucesivos proyectos se recoge en pp. 174-202 (primer proyecto). 233-252 (segundo proyecto), 260-307 (tercer proyecto).

(11) El texto de la Constitución de 1791, en MAURICE DUVERGER: Constitutions..., cit. en nota 8, pp. 10-35.

(12) R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota 2, p. 372, por nota.

(13) Los textos que se citan aparecen recogidos como Apéndices en JOAQUIN TOMAS VILLARROYA: El sistema político del Estatuto Real (1834-1836), ed. IEP, Madrid, 1968, pp. 581-642.

(14) LUIS SANCHEZ AGESTA: Historia del Constitucionalismo español, 2.ª ed. lEP, Madrid, 1964, p. 221.

(15) JOAQUIN TOMAS VILLARROYA: El sistema..., cit. en nota 13, pp. 174-176.

(16) El principio es radicalmente opuesto al consignado en el discurso preliminar de la Constitución de Cádiz: «Por último, la publicidad de las sesiones, al paso que proporciona a los diputados dar un testimonio público de la rectitud, firmeza y acierto de sus dictámenes, presenta a la Nación siempre abierto el santuario de la verdad y de la sabiduría, en donde la ansiosa juventud pueda prepararse a desempeñar algún día con utilidad el difícil cargo de procurar el bienestar de su Patria, y la respetable ancianidad hallar ocasiones de bendecir el fruto de su prudencia y de sus consejos: alejando de este modo la oscuridad y el misterio de un cuerpo deliberativo, que por su instituto no debe ocuparse en negocios de gobierno, únicos que piden reserva a no ser en los pocos casos que previa deliberación convenga el secreto al interés público» (del apartado XXI).

(17) Nótese que esta técnica fue usada recientemente para la aprobación del III Plan de Desarrollo Económico y Social (cfr.: Ley 22/1972, de 10 de mayo, «BOE» del día siguiente).

(18) Es la técnica del decreto-ley con control a posteriori y que se recogía en el art. 20,2) del Proyecto de Constitución: «En casos urgentes, el Rey podrá anticipar disposiciones legislativas, oyendo previamente a los respectivos Cuerpos de la alta administración del Estado, y dando en la legislatura inmediata cuenta a las Cortes para su examen y resolución» (art. 20). Por lo que nos consta, este precedente ha sido olvidado.

(19) Conviene hacer nota: a) que en otro lugar de la Constitución se dice que «el Rey ejerce en las Cortes la potestad de hacer las leyes» (art. 3), expresión que luego aparece sustituida más adelante por la tradicional de «las Cortes con el Rey» (art. 16); b) que se distingue entre las simples «funciones legislativas» de las Cámaras por separado (art. 13) y la «potestad legislativa» de ambas Cámaras actuando como Cortes (art. 16).

(20) «Sus individuos son los primeros a reconocer el escaso o ningún mérito de este trabajo. Estudiadas por ellos las diferentes Constituciones por que se rigen hoy los pueblos de Europa y América, la Comisión ha creído aplicables algunas de sus disposiciones a las necesidades actuales de nuestra Nación, y también ha introducido algunas prescripciones nuevas que no se hallan en ninguno de los Códigos conocidos. Mas como quiera que la Constitución española de 1837 sea la que, en sentir de la Comisión, tiene más analogía con las bases ya acordadas por las Cortes, según tuvo ya la honra de indicar en el preámbulo de su proyecto de bases, de ella más que de otra alguna ha tomado y aplicado artículos, a la letra unos, modificados otros» (del Dictamen de la mayoría de la Comisión sobre el Proyecto de Constitución).

(21) «La creación constitucional y orgánica de la revolución del 68 fue, como se sabe, la Constitución del 69 y el intento de establecer de forma definitiva en el Trono a don Amadeo de Saboya. En ambas cosas fracasó la revolución. Evidentemente resulta lo segundo, y por lo que se refiere a la Constitución, se puede afirmar que no se trataba de otra cosa más que de papel mojado, carecía de "realidad existencial"; es decir, era una "Constitución nominal"» (cfr.: JUAN FERRANDO BADIA: La primera República, Edicusa, Madrid, 1973, pp. 56-57). Como es sabido el concepto de Constitución nominal es de Loewenstein que, atendiendo a la concordancia de las normas constitucionales con la realidad del proceso del poder, distingue tres tipos de Constituciones: normativas («la Constitución —aclara el autor, recurriendo a una imagen— es como un traje que sienta bien y que se lleva realmente»), nominales («el traje cuelga durante cierto tiempo en el armario y será puesto cuando el cuerpo nacional haya crecido») y semánticas («el traje no es en absoluto un traje, sino un disfraz»). (Cfr.: KARL LOEWENSTEIN: Teoría de la Constitución, cit. en nota 4, pp. 216-222). No está de más subrayar que si bien puede discutirse el carácter normativo (en el sentido expuesto) de nuestros textos constitucionales, puede afirmarse con casi absoluta certeza que no fueron Constituciones semánticas. Esto lo ha visto muy bien SANCHEZ AGESTA: Historia..., en nota 14, pp. 123 y ss. «Las Constituciones —escribe— podrán o no cumplirse, pero no se redactan con el propósito deliberado de burlarlas. Su violación procede de la necesidad, los hábitos arraigados de una práctica viciosa o la falta de un sentimiento auténtico de respeto al Derecho establecido, pero no hay todavía ese cinismo constitucional que establece textos para falsearlos. La prueba más evidente es ese tejer y destejer las Constituciones, que acusa un evidente deseo de sinceridad. Nadie piensa en desarrollar una política contradictoria con la ley fundamental escrita sutilizándola o falseándola. Al contrario, muchas veces puede decirse que el esfuerzo se agota en redactar el texto escrito. Tal fue el sino de Bravo Murillo o de la revolución de 1854. Las Constituciones, por consiguiente, aun cuando no sean cumplidas, expresan las ideas y aspiraciones de las diversas corrientes políticas; son casi la fijación de los programas de los partidos y el ideario de los hombres públicos. Porque a estos hombres del siglo XIX les importa, a veces, más la fijación y proclamación de sus ideas que su realización activa» (la cursiva es mía).

(22) «Los hombres de septiembre han inventado un nombre para su concepto de la Monarquía; su Monarquía se llamará, aunque el término no se incorpore al texto constitucional, la Monarquía democrática; la Monarquía doctrinaria que Cánovas proyecta como alternativa era simplemente la Monarquía constitucional. Entre uno y otro concepto hay, claro está, una serie de coincidencias iniciales: La Monarquía es el principio de continuidad encarnado en la herencia; la Monarquía es la imparcialidad y la neutralidad de un poder supremo en las luchas de los partidos; la Monarquía es incluso un principio de autoridad que puede refrenar el abuso de la libertad; la Monarquía es también una representación nacional y una jerarquía social. La diferencia esencial hay que referirla a la relación entre la Monarquía y la soberanía nacional. La Monarquía doctrinaria, de acuerdo con la tesis de la Constitución interna, acepta dos poderes históricos, la Monarquía y la representación nacional, que comparten la soberanía (por eso los revolucionarios la llamaron con un difícil término Monarquía paccionada); la nueva Monarquía democrática se funda exclusivamente en la soberanía nacional como un poder constituido, el más alto, pero establecido por la nación, que elige la dinastía y puede revocarla». (Cfr.: LUIS SANCHEZ AGESTA: Historia..., cit. en nota 14, p. 304. La cursiva es del original.)

(23) «Una carrera de fechas nos muestra —con la evidencia de lo vivo— este fundamental fracaso: 1812, 1834, 1837, 1845, 1856, 1869, 1876, establecen un verdadero récord nacional, en cuanto a fecundidad constitucional se refiere. Fecundidad que —por paradoja— nos habla en este caso de esterilidad del país para la convivencia. Pues España necesitaba de previos cambios y reformas económico-sociales». (Cfr.: JUAN FERRANDO BADIA: La primera República..., cit. en nota 21, p. 14.)

(24) «... el constitucionalismo representa el mito político de esa clase ciudadana y culta, sensiblemente europeizada. Es posible que las constituciones sean para esa clase como los figurines de sastres y modistas, una moda externa bajo la que se ocultan hábitos de vida más profundos, pero no olvidemos también que para esa clase la constitución es, como el paleto, el signo de la civilización frente a la barbarie. Las constituciones podrán ser violadas, las constituciones podrán ser reformadas o sustituidas, quizá las constituciones no duren más que los figurines de la moda, pero nadie se atreverá a ser tan anticuado que no cubra sus vergüenzas políticas con un texto escrito. Porque quizá es exagerar el punto de vista literario y pintoresco del constitucionalismo el limitarlo a una novedad de imitación europea. Como ya hemos sugerido anteriormente el constitucionalismo era un mito en sí y un símbolo de la nueva estructura política y la nueva actitud mental del hombre contemporáneo que quiere racionalizar el orden y limitar la Monarquía definiendo sus poderes en una ley fundamental... No es la libertad ni las Cortes restauradas las que obtienen la primacía de ese honor popular de una plaza callejera, sino la Constitución. Porque es la Constitución quien simboliza todo el significado del nuevo régimen y quien opone la justificación revolucionaria a la legitimidad histórica». (Cfr.: L. SANCHEZ AGESTA: Historia..., cit. en nota 14, pp. 118 y ss. La cursiva es mía.)

(25) GONZALO CACERES CROSA: El refrendo ministerial, RJCS n.° 62, Madrid, 1933, pp. 174-176, nos ha descrito el mecanismo de la firma de la ley por el Monarca, una vez aprobada por las Cortes.

(26) Cuarenta y seis años después, la Constitución de Weimar (entró en vigor en 11 de agosto de 1919), va a establecer un sistema análogo dividiendo las funciones del Reichstag y del Reichsrat, y correspondiendo a éste el derecho de veto contra las leyes votadas por el Reichstag (art. 74) (el texto de esta Constitución puede consultarse en N. PEREZ SERRANO y C. GONZALEZ POSADA: Constituciones de Europa y América, Madrid, 1927, t. 1, pp. 23-75, con un estudio preliminar sobre su elaboración). CARL SCHMITT: Teoría de la Constitución, ed. RDP, Madrid, 1934, p. 229, ha explicado este mecanismo —refiriéndose únicamente a la Constitución de Weimar— como un contrapeso (por división) dentro del Legislativo (adviértase que este autor propone una depuración terminológica de las expresiones —frecuentemente confundidas— "distinción", "separación" y "división" referidas a la organización de los llamados poderes del Estado. La expresión más general y compendiosa es la de distinción de poderes. «Separación significa un aislamiento completo, que sirve tan sólo como punto de partida de la ulterior organización y después, es decir, en la posterior regulación, consiente, sin embargo, algunas vinculaciones. División significa propiamente una distinción en el seno de uno de los varios poderes, por ejemplo, la división del poder legislativo en dos Cámaras: un Senado y una Cámara de Diputados» (p. 215). Como es sabido, Montesquieu hablaba de separar los poderes. (Cfr.: el famoso capítulo 6 del libro XI de L'Esprit des Lois en Montesquieu. Oeuvres completes, ed. du Seuil, París, 1964, pp. 586-609.)

(27) NICOLAS PEREZ SERRANO, La Constitución española (9 de diciembre de 1931), ed. RDP, Madrid, 1932; p. 312.

(28) Esta transformación de las Cortes «dictaminadoras» en «aprobantes», ha sido estudiado muy certeramente por RODRIGO FERNANDEZ CARVAJAL, La Constitución española, Madrid, 1969; pp. 77-123.

(29) Hasta la LOE la fórmula era la siguiente: «En su virtud, y de conformidad con la propuesta elaborada por las Cortes españolas, dispongo: ...». Desde la LOE la fórmula es ésta: «En su virtud, y de conformidad con la Ley aprobada por las Cortes españolas, vengo en sancionar...»

(30) En la Constitución de Weimar, en cambio, se decía que el Presidente del Reich tiene que promulgar las leyes constitucionalmente votadas, y publicarlas dentro del plazo de un mes en la Gaceta legislativa del Reich» (art. 70). En nuestra Patria hay que estar en este punto a lo que dispone el Reglamento del Boletín Oficial del Estado (art. 9.°).

(31) MAURICE HAURIOU, Précis de Droit constitutionnel, 10 ed., Sirey, París, 1929; reimpresión fotomecánica de 1965; pp. 438 y ss.

(32) Cfr. lo que decimos en el capítulo 14.

(33) Artículos 170 de la Constitución de 1812, 45 de la de 1837, 43 de la de 1845, etc.

(34) M. FRAGA IRIBARNE, El Reglamento..., cit. en nota 4, pág. 199, entiende que lo que hacen estos preceptos es señalar «de modo vago, que no se trata de un veto absoluto y definitivo, lo que sería incompatible con el régimen parlamentario». Sin embargo, creemos que el veto absoluto no significa prohibición perpetua de volver sobre un texto sino más bien el poder rechazarlo sin limitación alguna. Por lo demás, el que se coloque en el mismo plano la no aprobación por los Cuerpos colegisladores y la denegación de la sanción lo que está es subrayando la concurrencia de dos voluntades decisorias.

(35) Como se dice en el texto, el artículo 10 de la vigente Constitución francesa procede de las Constituciones de la III y IV Repúblicas. Transcribimos estos preceptos a continuación: III República: Ley Constitucional de 16 de julio de 1875, artículo 7: «Le Président de la République promulgue les lois dans le mois qui suit la transmission au Gouvernement de la loi définitivement adoptée. Il doit promulguer dans les trois jours les lois dont la promulgation, par un vote exprès de l’une et l'autre Chambre, aura été déclarée urgente. Dans le délai fixé pour la promulgation, le Président de la République peut, par un message motivé, demander aux deux Chambres une nouvelle délibération qui ne peut être refusée». IV República: Constitución de 27 de octubre de 1946, artículo 36: «Le Président de la République promulgue les lois dans les dix jours qui suivent la transmission au Gouvernement de la loi définitivement adoptée. Ce délai est réduit à cinq jours en cas d’urgence déclarée par L’Assemblée Nationale. Dans le délai fixé pour la promulgation, le Président de la République peut, par un message motivé, demander aux deux Chambres une nouvelle délibération, qui ne peut être refusée. A défaut de promulgation par le Président de la République dans les délais fixés par la présente Constitution, il y sera pourvu par le Président de l’Assemblée Nationale».

(36) R. FERNÁNDEZ CARVAJAL, La Constitución española, cit. en nota 28, p. 114.

(37) R. CARRE DE MALBERG, Teoría..., cit. en nota 2, páginas 373 y ss.

(38) CARLOS IGLESIAS SELGAS, Las Cortes españolas. Pasado, presente y futuro, ed. Cabal, Madrid, 1973; p. 305, dice que, si bien no se exige mayoría calificada en esta segunda deliberación, «tampoco queda claro si el Jefe del Estado tiene o no facultad de nueva devolución». Y añade: «En realidad, dados los términos del artículo 1° de la Ley Constitutiva de las Cortes después de la reforma de la LOE, es incluso discutible la naturaleza del acto que se realiza por el Jefe del Estado cuando da su sanción a las leyes aprobadas por las Cortes, particularmente si tenemos en cuenta que la devolución está condicionada a que consiga el previo dictamen favorable del Consejo del Reino». En términos rotundos, nada dubitativos, se decía en un «Informe» sobre Los poderes del Rey en las Leyes fundamentales, aparecido en «Cuadernos para el Diálogo», número 69, junio 1969, p. 14: «A diferencia del modelo histórico, en  la monarquía limitada de las leyes fundamentales la promulgación y sanción son actos debidos u obligados».

(39) MAURICE HAURIOU: Précis..., cit. en nota 31, p. 439: «Il n’a jamais été usé de cette prérogative parce qu’elle est mal organisée. La démarche du Président aurait en quelque chance de succès, si, à cette nouvelle délibération, la Constitution avait exigé une majorité des deux tiers des voix. Cette exigence existe dans toutes les Constitutiones étrangères qui ont adoptée le même institution. Chez nous, comme la loi peut être revotée à la même majorité, la gouvernement se garde bien de s’exposer à un échec certain en demandant une nouvelle délibération. Ces institutions de pure facade, auxquelles il manque les moyens qui les rendraient efficaces, sont trop nombreuses dans les Constitutions françaises». Por lo demás, M. FRAGA IRIBARNE, El Reglamento..., cit. en nota 4, pp. 186-203, ha demostrado cómo «la sanción regia, que constituye una posibilidad de veto absoluto y que teóricamente es un correlato inevitable de la Monarquía, en la práctica se ha convertido, en todas partes, en un acto puramente formal, o mejor, simbólico. En cambio, el veto presidencial, a pesar de ser puramente suspensivo, devolutivo o traslativo, puede jugar un papel importante, como hemos visto en la práctica americana. Ello confirma que la Monarquía, en el siglo XX, cumple una función importante en el sector moral, más que en el de la política activa; y pocas cosas podrían ser más peligrosas para la institución que un enfrentamiento de su titular con las Asambleas representativas y con las organizaciones políticas permanentes». (La cursiva es mía.)

(40) R. FERNÁNDEZ CARVAJAL: La Constitución española, cit. en nota 28, pp. 102 y ss.; M. FRAGA IRIBARNE: Legitimidad y representación, Ed. Grijalbo, Madrid, 1973, p. 294, afirma sobria, pero certeramente, que de acuerdo con la LOE, «la función legislativa la ejercen las Cortes, con el Rey».

(41) El ejemplo es de Jellinek. La doctrina de este autor y la de Laband puede verse resumida por R. CARRE DE MALBERG, Teoría..., cit. en nota 2, pp. 358-363.

(42) Por ejemplo, en la Constitución prusiana de 1850 se decía: «La potestad legislativa se ejerce en común (gemeinschaftlich) por el rey y por ambas Cámaras. El acuerdo entre el Rey y las dos Cámaras es indispensable para la formación de toda ley» (art. 62). Cfr.: R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota 2, pp, 363 y ss.

(43) R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota 2, páginas 369 y ss. (La cursiva es mía.)

(44) Puede consultarse en el número 1532 del «Boletín Oficial de las Cortes Españolas», día 21 de octubre de 1976.

(45) Puede consultarse en el Anexo 2 al núm. 1538 del «Boletín Oficial de las Cortes Españolas», p. 59.

(46) Puede consultarse en el Anexo 1 al núm. 1538 del «Boletín Oficial de las Cortes Españolas», pp. 10 y 11.

(47) Diario de Sesiones del Pleno de las Cortes Españolas, X Legislatura, núm. 29, p. 7.

(48) Una referencia a esta doctrina con una crítica de la misma en R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota 2, página 368.

(49) R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota 2, página 368.

(50) R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit, en nota 2, página 761.

(51) R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota 2, página 764.

(52) RAFAEL ENTRENA CUESTA: El acto administrativo complejo en la esfera local, REVL, núm. 95, 1957, p. 663, considera que para que pueda hablarse de acto complejo es necesaria la concurrencia de tres requisitos: 1.°) varias declaraciones de voluntad de distintos órganos (no de distintos sujetos) de un ente público; 2.°) dirigidas a la producción del mismo efecto; 3.°) querido para la satisfacción de un único y solo interés. Para la comprensión del concepto resulta útil la distinción entre poder nulo y ejercicio del poder. Y así dice: «Cuando una de las voluntades que han de concurrir para la formación del acto complejo está viciada, no habrá llegado a constituirse la voluntad compleja exigida por la Ley, y al no existir una declaración de voluntad debidamente formada, el acto que se emane estará viciado de invalidez, en su grado de nulidad. Nos encontraríamos, en efecto, ante un supuesto de incompetencia funcional, ya que los dos órganos tienen competencia sobre la materia de que se trate (el poder nudo de que hablábamos más arriba), pero para ejercerla (facultad de ejercicio del poder) han de actuar conjuntamente». Esta construcción de acto complejo es la que aquí se acepta con una salvedad, que si lo que quiere decir el autor al mencionar el primero de los requisitos citados es que no puede haber acto complejo en que intervengan dos sujetos distintos (no meramente órganos) habríamos de hacer una corrección. Porque en nuestro sentir no hay obstáculo para que dos personas distintas puedan concurrir a la producción de un acto de este tipo. Un ejemplo nos lo proporciona el artículo 39, LPA, que entendemos aplicable también a los supuestos de licencias, etc., que hayan de darse por la Administración del Estado, y por las Administraciones locales, pongamos por caso.

(53) Tal como se entiende en nuestra doctrina el concepto de órgano complejo, resulta inservible a los efectos de explicar la concurrencia de voluntades de que hablamos. En efecto, se dice que mientras los órganos simples son aquellos que están constituidos por un individuo o por un colegio exclusivamente, «órganos complejos son los que están constituidos por una pluralidad de individuos (que no forman colegio) o por una pluralidad de colegios». Ejemplo de órgano complejo es, según esta concepción, un Ministerio. (Cfr. J. A. GARCÍA TREVIJANO: Tratado de Derecho Administrativo, Ed. RDP, II, 1967, p. 217.) Ahora bien, la decisión del ministro contiene sólo su voluntad, aunque a su formación colaboren otros órganos, pero la decisión es normalmente sólo de él. No hay decisiones concurrentes.

(54) El supuesto de acumulación obligatoria de procedimientos —«tramitación unitaria de expedientes mixtos», dicen otros— del articulo 39, LPA, es paradigmático. Sin embargo, resulta necesario advertir que entre este ejemplo y el supuesto contemplado hay un matiz diferencial que no debe pasar inadvertido: en el supuesto del artículo 39 la voluntad de los órganos (o sujetos) intervinientes se aplica a elementos diferentes, en la operación legislativa las Cortes y el Jefe del Estado quieren paralelamente y de un modo dual tanto el contenido de la ley como el mandato legislativo. (Cfr. en este sentido R. CARRE DE MALBERG: Teoría..., cit. en nota 2, p. 368. Sobre el artículo 39, LPA, cfr. LUIS DE LA MORENA Y DE LA MORENA: Una norma innovadora: la del artículo 39, LPA, DA núm. 76, 1964, páginas 27-44; del mismo. Las competencias compartidas y su articulación: las Ordenes conjuntas y los expedientes mixtos. El Decreto 6-X-1966, aprobatorio del Reglamento de Centrales Lecheras, RAP núm. 53, mayo-agosto 1967, pp. 451 y ss.)

(55) KARL LOEWENSTEIN: Teoría..., cit. en nota 4, p. 268.

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