Vicepresidencia y Ministerio de la presidencia
Colección Informe Nº 2
SUMARIO

La hora de las reformas

EL PRESIDENTE DEL GOBIERNO ANTE LAS CORTES ESPAÑOLAS

SEÑORES PROCURADORES:

Ocupo esta tribuna de nuevo y en un momento político que, sin duda, será calificado como excepcional en la historia de nuestra Patria. Quiero, por esta razón, que mis palabras respondan no tanto a la expectación que el anuncio de este discurso haya podido suscitar como al deseo de que expresen con claridad y fidelidad mis inquietudes de Presidente, los propósitos que el Gobierno trata de servir y el programa que, contemplando las actuales circunstancias, intenta articular coherentemente nuestros proyectos.

Me importa afirmar que, si las declaraciones hechas hasta el momento pueden y deben interpretarse en su propio contexto o como simples piezas de un conjunto que sólo examinado en su totalidad cobra sentido, es aquí, en este foro de profundas resonancias y ante los legítimos representantes del pueblo español, donde el Gobierno ha de anunciar los rumbos del futuro acontecer político, para haceros partícipes de nuestras preocupaciones y unirnos en una tarea que, cada vez más, requerirá el concurso de todos. Sé muy bien que bajo la experta guía de Torcuato Femández-Miranda, hombre curtido en el servicio a España, el acierto acompañará constantemente a vuestra entrega en el trabajo; como sabemos que seguiréis contando con el ejemplo y la dedicación de Alejandro Rodríguez de Valcárcel, quien durante seis años presidió las deliberaciones de esta Cámara y se hizo merecedor de la admiración y respeto que yo hoy le testimonio públicamente.

No es bueno sellar con el silencio los umbrales de una nueva etapa que, como la presente, marca el tránsito entre dos tiempos claramente diferenciados; distintos, pero no distantes. Y el Gobierno, que es consciente de las dificultades de la época en que vive, lo es igualmente de la necesidad de ofrecer al país explicaciones y esclarecimientos. Tampoco conviene que el silencio alimente artificiales climas de opinión, propiciados muchas veces desde áreas excesivamente interesadas; es importante evitar, por el contrario, que puedan confundirse las necesarias tomas de posición ante los nuevos problemas con cualquier injustificada sensación de incertidumbre.

Por ello y porque los propósitos del Gobierno precisan del calor de vuestra confianza y del contraste de vuestra autorizada opinión, he resuelto exponer ante vosotros nuestras preocupaciones, como en una reflexión pronunciada en alta voz y bajo la grave responsabilidad depositada sobre mis hombros.

Desde esta perspectiva voy a hablaros del legado que hemos recibido y que tenemos que acrecentar; de los datos objetivos sobre los que se asienta nuestra confianza en el futuro; de la justicia y la libertad en un orden democrático; del desarrollo social y económico; de las fronteras entre lo lícito y lo ilícito en política; de la función reservada al Movimiento en esta hora y de otros grandes temas que reclaman prioridad en su tratamiento.

Franco nos legó una España distinta

Podemos entregarnos hoy al ilusionado empeño de dibujar la imagen de nuestro inmediato futuro, porque partimos de unos elevados niveles, alcanzados por sacrificadas generaciones, bajo la larga rectoría de Francisco Franco, Caudillo indiscutido e indiscutible de nuestro pueblo. El ejemplo de su figura excepcional, que ha entrado en uno de los capítulos más brillantes de la Historia de España, y el legado de su obra gigantesca constituyen una exigencia de comportamiento en la lealtad y un condicionante para cualquier planteamiento, con el que, quiérase o no, forzosa y venturosamente, habrá que contar. Su mensaje final, de amor apasionado a España, nos obliga a la reflexión, porque a todos nos estrechaba Franco en un solo abrazo, convocándonos a perseverar en la unidad y en la paz, premisa y consecuencia de los logros obtenidos y que ahora nos corresponde conservar y mejorar.

Durante su mandato, el país experimentó enormes transformaciones. Cambió de estructura socioeconómica, al dar pasos irreversibles hacia la industrialización y el desarrollo de los servicios; dejó de ser una sociedad mayoritariamente rural para convertirse en un país de predominio urbano; fueron liquidados la subalimentación y el analfabetismo; quedó roto, en ambas direcciones nuestro aislamiento con el exterior. Pero, sobre todo, fue recobrado el sentido de la dignidad; quedaron sentadas las bases de una pacífica convivencia, y se cimentó en la Monarquía, coronada en la persona de Su Majestad Don Juan Carlos I, no ya la esperanza, sino la certeza de estar en el camino más seguro para recorrer esta nueva etapa histórica.

Acertada y eficaz solución institucional

Un largo proceso previsoramente establecido, preparado minuciosamente y refrendado en dos ocasiones por el abrumador consenso de la opinión nacional, ha dado una solución institucional a la irrepetible magistratura de Franco. Esta solución, que enlaza con una tradición efímeramente interrumpida, es la de una monarquía arbitral, sustancialmente análoga en su configuración a la de algunos países europeos que se distinguen por su alta cultura cívica y sosegado desenvolvimiento político.

Conviene señalar, y ello es importante, que la triple legitimidad de la Corona, a la que el Rey aludía expresamente en su mensaje dirigido al pueblo español desde esta Cámara en la ocasión reciente de su solemne proclamación, se sitúa por encima de las contingencias de lo opinable, como base indestructible sobre la que se asienta la arquitectura de nuestro orden constitucional. Una monarquía puramente plebiscitaria es la negación misma de la institución monárquica.

Del mismo modo hemos de advertir que el Rey, que actúa ejerciendo una función moderadora como promotor de la justicia en su más amplia dimensión y como servidor del pueblo, no es responsable de la acción específica de gobierno. Por ello, no es lícito descargar las obligaciones que libre y conscientemente hemos asumido, ni llevar más allá de sus límites naturales la confianza de que hemos sido investidos, evitando cualquier peligrosa confusión en el acierto o desacierto de la propia gestión. La institución monárquica no se identifica con los grupos políticos ni con los hombres que los representan, ni está sujeta a sus vaivenes, pues, como fiel guardián de un depósito inalienable, personifica e integra a todos los españoles en un consenso de concordia nacional.

Nuestras Leyes Fundamentales han regulado de forma plenamente satisfactoria la Institución al conjugar acertadamente la tradición con las experiencias recientes. Quedó acreditada totalmente su eficacia para resolver los problemas sucesorios al fallecer el Generalísimo. Todo ello no impide, sino más bien postula, la necesidad de introducir algunas modificaciones, muy limitadas pero de indudable interés.

Los treinta años en que está hoy establecida la mayoría de edad del Rey comportan una exigencia excesiva, que parece aconsejable reducir, siguiendo el precedente de la costumbre tradicional. Si antaño, para evitar dilatados períodos de interregno o de regencia, se estableció la mayoría de edad del Rey en los dieciséis, los catorce, e incluso los doce años, en una época en que la norma común, con arreglo a la tradición romana, eran los veinticinco años, no cabe duda de que hoy debe ser fijada por debajo de la señalada con carácter general en el Código Civil, sobre todo teniendo en cuenta las numerosas asistencias de consejo y otras ayudas de que el Rey disfruta en el ejercicio de su función.

Algo parecido cabe decir en relación con los sistemas de regencia y tutela de las personas reales. Pasado el momento en el cual no estaba decidida concretamente la sucesión de Franco, ni señaladas las circunstancias en que habría de producirse, todo aconseja volver a un sistema más normal de atender a estas cuestiones trascendentales para la plena regulación de la institución monárquica.

La regencia se concibe como una institución no supletoria de la Corona, sino como guardián de los derechos sucesorios y símbolo de la continuidad en la Jefatura del Estado. Por ello parece oportuno volver a la tradición de que recaiga en el ascendiente o pariente más próximo, sin perjuicio de que, en su defecto, las Cortes puedan decidir lo más conveniente, a propuesta del Gobierno y con intervención del Consejo del Reino.

Con mayor razón la tutela se concibe como una institución familiar que faculta especialmente al Rey para designar testamentariamente a la persona más adecuada, sin perjuicio de que, en defecto de las normas usuales, puedan proveer las Cortes, a propuesta del Consejo del Reino. En caso de incapacidad, la tutela cambia de signo y se orienta a preparar del modo más eficaz y correcto la sucesión.

Finalmente habría de reconsiderarse en la misma Ley de Sucesión algún otro precepto que tiene su filiación en la Ley Sálica y carece de clara justificación en el país de Isabel la Católica y de Blanca de Navarra y en un tiempo de plena incorporación de la mujer a todas las actividades de la vida social.

Con estas disposiciones quedaría completa, homogénea y definitivamente regulada la institución monárquica, que tan acertadamente encama y conduce en los primeros pasos de su reinstauración Don Juan Carlos de Borbón. El ha sabido ganar, en torno a su persona, la confianza de un pueblo, con el que se encuentra identificado.

Claridad en los propósitos

La determinación de la política nacional es función primordial y exclusiva del Gobierno, reconocida en nuestras Leyes Fundamentales como uno de esos derechos-deberes que no son compartibles ni delegables. Si la claridad ha sido, en todo momento, una de las constantes de mi actuación política, creo que, en las actuales circunstancias, estoy especialmente obligado a ella, tanto más cuanto que nos encontramos de lleno insertos en ese gran episodio histórico al que aludía el doce de febrero de mil novecientos setenta y cuatro y que consiste en desplazar la responsabilidad de Franco a toda la nación, a sus políticos, a sus gobernantes, a sus instituciones y a sus ciudadanos. Por ello, no debe quedar ninguna duda acerca de nuestro punto de partida, ni de la meta a la que nos dirigimos, ni de los senderos que hemos de transitar.

No quiero ni debo pasar por alto un estado de opinión que, con algunos juicios tan ligeros como osados, se ha pretendido inventar en torno a nuestro último pasado político. Es evidente que se intenta borrarlo; que se trata de hacer olvidar nuestra más reciente historia, y que para ello se ha creado un ambiente de confusión y desorientación más aparente y ruidoso que real y profundo, ofreciendo, paradójicamente y con el señuelo de la novedad, volver a un imposible e indeseable punto cero.

El Movimiento Nacional, pacto social básico

En los orígenes del sistema español, que nacía indudablemente con afán de futuro y no como mera solución transitoria, se pusieron las bases para que el quehacer político consistiese siempre en una tarea perfectiva, abierta al horizonte que cada tiempo fuera descubriendo, dispuesta a incorporar las voces plurales de la patria a la construcción de la convivencia nacional.

Ese quehacer colectivo, ese afán renovador, tomó el nombre de Movimiento Nacional, entendido, desde su propia fundación, como cauce participativo en el proyecto común y como pacto social básico. Tal concepción fue incorporada a la legalidad constitucional que, cabalmente, interpreta el Movimiento Nacional como la comunión de los españoles en los principios sancionados por la Ley de diecisiete de mayo de mil novecientos cincuenta y ocho. Esta es, desprovista de todo subjetivismo, la verdadera significación del Movimiento: empresa y resultado del esfuerzo común.

Al servicio de esta concepción, progresivamente lograda y progresivamente enriquecida por la aportación de sucesivas generaciones de españoles, el Movimiento dispone de unos órganos institucionales que sólo justificarán su existencia en cuanto supongan un conjunto funcional que obre, desde la sociedad y para la sociedad, en favor de una mejor integración de las particulares corrientes políticas para el logro de un proyecto sugestivo de convivencia patria.

En este orden de cosas, el conjunto organizativo del Movimiento está radicalmente obligado a buscar el modo más racional de servir las necesidades y los anhelos de cuantos están en la esfera de sus competencias delegadas y a presentar a los órganos del Estado, por medio de sus vías representativas, las aspiraciones del pueblo español. En este sentido, ni será ahorrado ningún esfuerzo, ni ninguna restricción puede ser admitida.

Hacia una plenitud democrática

Ante nosotros, como gobernantes, está muy presente la firme voluntad de un pueblo, que no toleraría ni la estéril contemplación de lo conseguido, en una sociedad dinámica integrada en un mundo fundamentalmente cambiante, ni menos aún la aventura suicida de dinamitar los cimientos de un orden tan dolorosamente alcanzado. Por esto, precisamente por esto, tenemos que acertar con ese punto medio que nos permita sintonizar con las aspiraciones del momento sin poner en riesgo los valores fundamentales.

Nuestra actitud, firmemente determinada, es la de consolidar todo lo bueno que tenemos; de no rechazar nada que pueda perfeccionarlo o mejorarlo; de abrirse a toda clase de iniciativas y sugestiones; de promover una serie de reformas en el sentido de un avance controlado y no de un cambio improvisado e irresponsable; de moverse, en definitiva, sin prisa y sin pausa, hacia lo que es el destino indudable de nuestro gran país: una sociedad más homogénea, con menos diferencias en sus grupos sociales, cada vez más próxima a los países más prósperos y educados del mundo occidental, cada vez más rica, libre y tolerante y, en definitiva, más democrática.

Legítimas y conocidas razones históricas, apoyadas por concretas circunstancias sociales, aconsejaron en los últimos años una prudente administración de la plenitud democrática. Hoy en día se habla insistentemente de la necesidad de poner a disposición del país fórmulas de limpia y clara participación. Pues bien, quiero decir que el Gobierno siente también esos anhelos hasta el punto que ninguna preocupación anima con más intensidad sus afanes. Son otras, ciertamente, las circunstancias sociales del país, que pueden parangonarse con las de cualquier otra nación industrial del mundo occidental. Con tal convencimiento caminamos hacia una alternativa democrática con serena decisión, y no permitiremos que la impaciencia de unos o el recelo de otros precipiten o retarden —en definitiva, frustren— su lógico curso.

Una «democracia española»

El Gobierno habló, en su declaración de intenciones, de una «democracia española». Ponemos énfasis en ambas palabras. Democracia, sin paliativos ni restricciones, pero española, no copiada; desarrollada por nosotros mismos, a partir de nuestras necesidades, experiencias y modo de ser. Así ocurre en nuestro mundo más próximo, pues, siendo auténticas democracias las de Europa occidental, ninguna es copia de otra y todas tienen singularidades nacionales.

Democracia coronada, en el sentido que acabamos de exponer, al referirnos a la institución monárquica.

Democracia representativa, combinando todas las formas de representación, la territorial y las de carácter corporativo para lograr la ordenación más perfecta de nuestra varia y rica realidad social.

Democracia social, en fin, y no puramente formal, sino integrada en los verdaderos problemas del hombre, en su vida, real, en su casa y en su familia; en su barriada y en su lugar de trabajo; en su municipio, su provincia y su región; en sus necesidades auténticas. Queremos que su vida esté protegida por la Ley y por un sistema económico y social eficiente y justo, para que esté libre no sólo de abusos, sino también de la miseria, del paro y de la orfandad social.

Democracia bajo el imperio de la Ley

Democracia, sí, pero democracia ¿para quién y para qué? Esta es la pregunta que se hace el país, un poco receloso de los términos grandilocuentes y de los conceptos que pueden encerrar segundas intenciones. Por ello, es necesario no formular afirmaciones generalizantes, propicias para la discusión interpretativa, sino alcanzar los mayores grados de explicitación.

Digámoslo claro. Cuando, desde el instante mismo de la proclamación del Rey, se ha forzado un clima de opinión proclive a la concesión de un nuevo indulto o incluso de una amnistía, se han presentado, indiscriminados en un mismo paquete, sentimientos generosos de clemencia con otros que, amparados con la etiqueta de la reconciliación, pretendían forzar, por vía de hecho, la frontera entre lo lícito y lo ilícito en política. Vana pretensión la de querer resolver de forma coactiva, indirecta y contemplando casos particulares, lo que requiere una afirmación categórica, directa y generalizada.

Sepan todos que, con anterioridad al indulto concedido a finales del pasado año, el número de reclusos en las cárceles españolas representaba la mitad del que había en junio de mil novecientos treinta y seis, un mes antes de nuestra guerra, cuando el censo de población total era inferior en un quinto al actual. Sepan igualmente que, tras el Decreto de indulto, ese número ha disminuido de forma notable, y que, no obstante, el Gobierno continúa el estudio de medidas complementarias que permitan una reducción, aún mayor, de una población penal que es la más baja de nuestra historia.

Pero que nadie se engañe al respecto, a pesar de cierta propaganda intencionada que pretende explotar la generosidad de las gentes de buena voluntad: hay cosas que ninguna sociedad que quiera subsistir, en orden y en paz, puede aceptar, olvidar o tolerar. Ni los que usan la violencia terrorista para defender sus causas; ni los que promueven la disolución social, en todas las formas del anarquismo; ni los que atentan a la sagrada unidad de la Patria, en una u otra forma de separatismo; ni aquellos que aspiran, con la ayuda exterior y con métodos sin escrúpulos, a establecer el comunismo totalitario y la dictadura de un partido —cualquiera que sea la careta con que se presenten—, pueden esperar que se les deje usar de las mismas libertades que ellos desean destruir para siempre. Apropiándome una expresión de fortuna, hoy en boga, no hay que confundir el respeto al adversario con el desarme ante el enemigo.

Dicho esto, os anuncio que será objeto de acción inmediata por el Gobierno, para su envío a estas Cortes, un proyecto de Ley que modifique los artículos ciento setenta y dos a ciento setenta y cuatro y concordantes del Código Penal, en el que se revisará, asimismo, la materia circunstancialmente afectada por la publicación del Decreto-ley sobre prevención del terrorismo.

Así, pues, democracia para todos los españoles, para todos cuantos quieran aceptar unas reglas de convivencia, elementales, pero necesarias, y democracia para vivir bajo el imperio de la Ley en una exacta correlación de derechos y deberes; en un orden que aspiramos que sea más justo cada día; en una sociedad que sea cada vez más acogedora, sin esperar milagros, con conciencia de las limitaciones, pero con las garantías que ofrece un Estado de derecho y, por ello precisamente, con una autoridad, reforzada hasta donde sea preciso y ejemplarmente actuada por las fuerzas del Orden Público y de Seguridad, que haga imposible todos los factores de disolución.

Defensa del Estado

Quiero dejar bien claro, ante el clima de agitación que viene padeciendo el país en los últimos días, que el Gobierno no se ha visto sorprendido. Conocía perfectamente los propósitos, Los planes, las consignas y hasta el origen de los recursos arbitrados, en los angustiosos días de la última enfermedad del Caudillo, para una maniobra, tan torpe como inútil, que no ha servido más que para desacreditar a quienes, desde el despecho y la revancha, no encuentran en nuestro pueblo otro eco que el desprecio. Pero la tolerancia tiene un límite y la generosidad una medida. Que nadie lo olvide; el Gobierno, que ha seguido en una tensa expectativa el curso de los acontecimientos, no va a perder los nervios, pero tampoco va a dejar jirones de su autoridad ante un reto tan ridículamente desproporcionado. Y no vacilará en aplicar las medidas, todas las medidas de que dispone, con la firmeza que sea necesaria para mantener el orden y la tranquilidad ciudadana bajo el único imperio que reconoce, el imperio de la ley.

Sin otro afán que el de consolidar las nuevas fronteras de libertad y de justicia en el ámbito de la autoridad del Estado, absolutamente imprescindible en un orden social democrático, digno de tal nombre, el Gobierno reforzará los medios de defensa del Estado, legales y de toda índole, en la línea en que se mueven los países democráticos más serios, sancionando con todo rigor las conductas antisociales y violentas, dentro del más escrupuloso respeto a la independencia de la función judicial y a los derechos individuales.

Organización institucional de las regiones

Uno de los párrafos más significativos del testamento político de Franco y una de las alusiones más sugestivas del primer mensaje de la Corona han coincidido en señalarnos el hecho regional. Nuestro propósito es que todas las regiones de España dispongan de una organización institucional que les permita atender mejor a sus necesidades específicas, conservar sus tradiciones y peculiaridades que enriquecen el conjunto nacional, y así servir mejor a la unidad y grandeza de la Patria.

Estimamos que la localización geográfica y la naturaleza de las comunicaciones o el carácter insular del territorio deben tener la consideración más adecuada; que el gran crecimiento de la Administración, en todos sus niveles, aconseja recurrir a fórmulas de descentralización y desconcentración; reconocemos, en fin, que el cultivo y defensa de la tradición y patrimonio cultural y específico de cada región histórica constituyen un deber del Gobierno. Pero, al mismo tiempo, estamos convencidos de la necesidad de un Estado unitario y fuerte. No debemos engañarnos: en la competencia universal sólo se salvan los fuertes. La defensa, la seguridad interior, el mantenimiento de un alto nivel económico, la creación de un entorno de ciencia e investigación, y muchas otras funciones, sólo pueden cumplirse en grandes unidades, con elevadas inversiones y a partir de ingentes esfuerzos colectivos.

España, heredera de una gran tradición militar y política, realizadora de una gran obra en todos los continentes y madre de una lengua universal en la que se expresaron hombres de todas las regiones, desde Boscán a Unamuno, ha conservado y estimulado instituciones tan originales como nuestros Derechos Forales, hoy en pleno florecimiento, o el régimen paccionado del antiguo Reino de Navarra, o la fórmula especial que desde hace más de un siglo funciona en el archipiélago canario.

Precisamente porque respeta profundamente la personalidad varia de las regiones de España, el Gobierno no quiere proponer aquí unas estructuras organizativas determinadas y uniformes. Entiende que deben tener la iniciativa las propias regiones, comenzando a utilizarse las vías de las Mancomunidades recientemente incorporadas a nuestra legislación. Sólo si estas estructuras regionales surgen así, en función de necesidades concretas y con carácter voluntario, tendremos la seguridad de que el regionalismo, dentro del Estado español, será algo serio y enraizado en el pueblo.

Por último, sabido es que está trabajando seriamente la Comisión que estudia un régimen especial para Vizcaya y Guipúzcoa y que acaba de ser nombrada otra para la provincia de Barcelona. Esperemos que surjan fórmulas y experiencias prácticas que luego sirvan de modelo. Esperemos también que quede perfectamente claro este principio: regionalismo y autonomía no son pasos hacia ninguna forma de nacionalismo, ni menos de separatismo. Son, al contrario, medios realistas para que todos participemos, desde nuestras propias peculiaridades, en la suprema unidad de España. Debemos unir y sumar, no restar o destruir. Perderán, pues, el tiempo quienes propugnen la desunión y los que quieran mirar hacia atrás, cuando es en un futuro fecundo donde podremos encontrarnos.

Una constitución abierta y dinámica

El marco democrático de nuestra convivencia está definido de un modo a la vez firme y flexible en nuestras Leyes Fundamentales. Con previsora prudencia, el Generalísimo Franco comprendió que el sistema seguido a lo largo del siglo XIX y al final del primer tercio del actual, con no menos de catorce procesos constituyentes, no había dado resultados positivos. De mil ochocientos ocho a mil novecientos treinta y uno, una larga serie de constituciones y otros innumerables intentos de fijar definitivamente el orden institucional dieron por fruto mucha retórica, pero muy escasos resultados prácticos.

Por eso estamos operando ahora con arreglo a un principio diferente, el de una constitución abierta y dinámica, sólida en sus fundamentos y capaz de constante adaptación a las nuevas circunstancias y a las aspiraciones del pueblo español.

Entendemos que este sistema ha hecho ya sus pruebas frente a los difíciles desafíos del mundo en que vivimos. Si se considera que la primera de nuestras Leyes Fundamentales, el Fuero del Trabajo, se aprobó en mil novecientos treinta y ocho —modificándose parcialmente treinta años más tarde—, se comprenderá lo fácil que hubiera sido cometer errores si se hubiera dado una orientación general y definitiva a nuestras formas políticas, tanto en los años cuarenta como en las décadas posteriores.

En este importante aspecto de la vida política, el Gobierno huirá del inmovilismo y de la frivolidad, de la rigidez y de la aventura. Intentará mejoras, no aceptará el desbordamiento de nuestro orden de convivencia. Procederá con decisión y tacto, estableciendo un diálogo permanente con el pueblo y actuando de modo que las instituciones dispongan de los medios necesarios para su constante perfeccionamiento.

Vivimos un tiempo de cambios acelerados en todos los órdenes que nos aconseja proseguir, con prudencia, la adaptación de lo que tenemos a nuestra concreta situación histórica, demostrando a la vez continuidad y espíritu de reforma.

Nuevas fronteras de libertad y justicia

El Gobierno, en su declaración de intenciones del pasado quince de diciembre, señaló que consideraría, con especial prioridad, la ampliación de las libertades y derechos ciudadanos. Fijó su atención, de modo particular, en el derecho de libre asociación y en la reforma de las instituciones representativas. Creo obligadas, por consiguiente, algunas reflexiones sobre temas de tan evidente trascendencia.

Cuando en diciembre de mil novecientos setenta y cuatro, y desde las cámaras de Televisión Española, presenté al país el proyecto del Estatuto del Derecho de Asociación Política, advertí que el paso que se iba a dar parecería a algunos excesivamente corto y a otros se les antojaría demasiado largo. Estábamos tratando de vertebrar y hacer solidarios a los españoles en torno a los problemas colectivos, y, por ello, subrayaba que la experiencia nos iría aconsejando las correcciones o modificaciones que habrían de realizarse en el futuro.

Con la sinceridad que os debo y que es absolutamente necesaria para enfocar un problema que se pretende resolver, hay que convenir que hasta ahora la respuesta a la oferta asociativa ha resultado limitadamente satisfactoria. Distanciados ya de la promulgación del Estatuto y disponiendo, por tanto, de una perspectiva suficiente, podemos señalar, aparte de insuficiencias y excesivos condicionamientos del propio texto, esa confiada aceptación de la gran mayoría del pueblo español, acostumbrado a una larga experiencia política bajo fórmulas de adhesión, aunque bien es notorio que en ocasiones de excepcional trascendencia, requerido para que manifestara su voluntad, respondió plebiscitariamente. Por esta razón, merecen especial reconocimiento quienes, rechazada la tentación de la pereza, se han situado exclusivamente, por su propia iniciativa y su intuición de futuro, en una posición más ventajosa para canalizar las aspiraciones del pueblo español.

Sé bien que, en este momento de mi discurso, la expectación de algunos estará alcanzando su máximo nivel. Esperan, sin duda, comprobar si con un más o menos hábil juego dialéctico eludo el término de los partidos políticos, o si, por el contrario, al utilizarlo, pongo en sus manos un arma con capacidad para sembrar discordia y desunión. No seré tan ingenuo de tenderme a mí mismo una trampa en la que forzosamente habría de caer. No temo tanto a las palabras sinceras como a su fácil traducción o a su irresponsable interpretación. Tampoco me importa anticipar, sino que quiero hacerlo especialmente, que, persuadidos de la insuficiencia de las normas asociativas, por su escaso arraigo en la realidad en que deben insertarse, no tendremos ningún escrúpulo en reconsiderarlas.

El Gobierno desea abrir los cauces de la participación a todas las tendencias de la sociedad española que sintonicen con los principios fundamentales de nuestro ordenamiento constitucional, colocando altas barreras tan sólo para aquellas iniciativas que en sí mismas lleven los gérmenes de su autoexclusión.

Pretendemos llegar hasta las más avanzadas metas en la conquista de la justicia y la libertad. Ahora bien, la libertad puede convertirse en anarquía y conducir a la desintegración de la comunidad si el sistema social, que pretende ser solidario, no se institucionaliza por la vía plural de un fecundo asociacionismo político.

Para el desarrollo de la libertad, incluidas las libertades formales, es preciso recorrer el camino del asociacionismo. Las libertades ciudadanas encuentran en él su apoyo más firme y su abrigo más eficaz, porque, al impedir la concentración de poder en el Estado y la hegemonía de los grupos de presión, evita la desesperación que el sentimiento de aislamiento personal engendra en la sociedad. Por el contrario, gracias al asociacionismo, es posible conseguir que todos dispongan del máximo de oportunidades. En política, tan peligroso y esterilizador como el aislamiento es la división y atomización de los grupos implicados seriamente en el juego democrático, y la imposición de aquellos sectores que, amparándose en el derecho asociativo, persiguen, abierta o solapadamente, objetivos disgregadores de la Patria o, totalitariamente, de la sociedad.

Esos peligros pueden ser obviados con una renovada Ley electoral, que será objeto de nuestra inmediata y preferente atención.

Dos Cámaras especializadas y colegisladoras

Voy a referirme ahora a las instituciones representativas. Las Cortes Españolas, creadas en mil novecientos cuarenta y dos, y cuya Ley Constitutiva y Reglamento han sido varias veces modificados, han superado, con creces, un cuarto de siglo de ejemplar desarrollo, funcionamiento eficaz y muy importantes servicios a la Nación. Enriquecidas, en el transcurso del tiempo, las diversas representaciones que confluyen en ellas, están hoy, realmente, presentes todos los elementos necesarios, lo mismo de representación territorial que de base orgánica o corporativa. Creemos que ha llegado el momento de intentar una mayor homogeneidad con la organización más frecuente de los cuerpos legisladores en la mayoría de los países, singularmente europeos.

Por otra parte, el Consejo Nacional, como representación colegiada del Movimiento, custodio y promotor de la vida pública desde la lealtad a unos ideales imperecederos que ha servido en todo momento, ha cubierto, con dignidad y eficacia, una de las más fecundas etapas de nuestra historia, marcando rumbos al pensamiento político. Su composición escogida y su elevada misión tal vez aconsejen, ante el reto de un tiempo que se presenta con caracteres diversos al que hemos vivido, descansando en el hombro seguro de quien fue creador del Movimiento, ampliar su base y remodelar sus funciones, implicándole, de un modo operativo, en la grave y suprema responsabilidad de participar en la elaboración de nuestro ordenamiento normativo de rango superior.

De este u otro modo, e introduciendo las necesarias reformas, debe irse a la configuración de dos Cámaras especializadas y colegisladoras. Así, nos conformaríamos al criterio seguido por la mayoría de los países que tienen legislaturas de carácter bicameral, y también a la tradición de la Monarquía constitucional en España, que siempre funcionó con una Cámara de Diputados y un Senado. Recordemos que aquella tradición fue rota por las dos Repúblicas, con los resultados que se conocen.

El sistema bicameral es particularmente útil en períodos de reformas, justamente porque permite un análisis más profundo, una reflexión garantizada y un complemento de puntos de vista, conjugando todas las representaciones previstas en las leyes.

Ambas Cámaras serían iguales en derechos, sin perjuicio de que, según una vieja tradición parlamentaria, los temas económicos y presupuestarios debieran iniciarse previamente en la Cámara Baja. Una Ley Orgánica, finalmente, regularía las relaciones entre los Cuerpos colegisladores, para su mejor cooperación, estableciendo los trámites oportunos para resolver las eventuales diferencias de criterio.

Proyecto de Ley sobre derechos de reunión y manifestación

Reconocemos que están insuficientemente regulados los derechos de reunión y manifestación, piedra angular del edificio de libertades concretas en que ha de asentarse todo sistema jurídico-político constituido democráticamente. Este hecho, por implicar un injusto pesimismo sobre la madurez y preparación de nuestro pueblo, puede entorpecer la constitución de una paz social y armónica. La mesura y la prudencia deben orientar el proceso de innovación y adecuación que pretendemos, y que no será posible si no se afronta con sinceridad y sano talante democrático el necesario desarrollo normativo del artículo 16 del Fuero de los Españoles. Parece preciso derogar la Orden de veinte de julio de mil novecientos treinta y nueve, adaptar a las nuevas realidades nacionales la Ley de mil ochocientos ochenta y concordar, con esta regulación, aquellas otras disposiciones que puedan verse afectadas por este nuevo marco normativo. Con este fin, el Gobierno se ha propuesto remitir a las Cortes un proyecto de Ley sobre la materia.

Unidad jurisdiccional

Quedaría incompleto cuanto llevamos dicho sin una específica alusión a la función jurisdiccional. La Ley Orgánica del Estado consagra la completa independencia de la justicia, y le atribuye, en exclusiva, la función jurisdiccional, estableciendo solamente dos jurisdicciones especiales, la militar y la eclesiástica. Pues bien, considero que una y otra, por convicción y por exigencia de las Instituciones respectivas, aspiran a enmarcarse en los necesarios y estrictos límites que la peculiaridad de su objeto demanda, lo cual supone que en lo demás debe respetarse el fecundo principio de la unidad jurisdiccional.

La hora de la reforma

Creemos en la virtualidad y conveniencia de la reforma, entendemos que existen motivos suficientes para abordarla y deseamos realizarla en el más breve plazo, de acuerdo con un calendario de prioridades y según criterios de racionalidad política, dentro del plazo de la prórroga de la legislatura, que se estima suficiente aplicándonos todos con calor a la tarea. Razones formales, pero sobre todo, como habéis visto, razones de fondo, obligan a dar respuesta a una necesidad de acomodación y perfeccionamiento, generalmente sentida y distante de cualquier afán injustificadamente constituyente. El país posee una legalidad constitucional que contiene los mecanismos necesarios para acometer cualquier reforma que la prudencia aconseje y que el pueblo español demande. Esta es la hora.

Señores Procuradores: como integrantes de la última legislatura de Franco, habéis recibido el alto honor de ser los albaceas de su memoria y el excepcional privilegio de hacer operativo el mandato expresado en su último mensaje, de forma que no pueda perderse en el recuerdo, sino que permanezca vivo en nuestro pueblo.

Rechazado el riesgo de una interpretación revisionista de la reforma, os corresponde la tarea de actualizar nuestras Leyes e Instituciones como Franco hubiera deseado, sincronizándolas con las exigencias de esta etapa histórica. Tan importante tarea significa un gran honor, pero también una gran responsabilidad. Estoy seguro de que estas razones han influido poderosamente en la decisión del Rey, cuando resolvió prorrogar esta legislatura, y estoy absolutamente convencido de que todos vosotros, que no ignoráis que los enemigos de España están alerta, sabréis deponer, en este empeño, toda mira personal ante los supremos intereses de la Patria.

Cumplimos con honor nuestra misión en el Sahara

La reciente Ley sobre Descolonización del Sahara establece que el Gobierno rendirá a las Cortes un informe específico, lógicamente cuando el proceso haya sido concluido. Sin embargo, es mi propósito adelantaros las grandes líneas de la política seguida en aquel territorio, en el fiel del doble compromiso de satisfacer las aspiraciones de la población autóctona y cumplir las Resoluciones de las Naciones Unidas.

Hasta mil novecientos setenta y cuatro, nuestras acciones se encaminaban claramente a favor de la autodeterminación, mediante un referéndum auspiciado por la ONU. Agudizadas las tensiones, la solución final quedó demorada, al instar la ONU a España a que aplazase el referéndum hasta que el Tribunal Internacional de Justicia emitiera el dictamen, solicitado por Marruecos, sobre la condición jurídica del territorio en el momento de la colonización.

El riesgo que entrañaban estas circunstancias para una pacífica conclusión de nuestro mandato justificó la declaración del Gobierno, de mayo de mil novecientos setenta y cinco. Entonces se manifestó el firme propósito de transferir la administración en el menor plazo posible. Se advirtió también que la transmisión sería adelantada, previa advertencia a las Naciones Unidas, si, por causas ajenas a nuestra voluntad, se veía comprometida la presencia española.

La precipitada evolución de los acontecimientos en el interior del territorio, aconsejó al Gobierno intentar, siguiendo la recomendación de la ONU un entendimiento con las partes interesadas. Después de largas conversaciones, fue logrado el Acuerdo de Madrid, de catorce de noviembre pasado, del que la propia Organización Mundial tomó nota en una de sus Resoluciones. En el texto del Acuerdo, reafirmamos la decisión de respetar los deseos del pueblo saharaui, a través de la Yemaa y descolonizar el territorio, poniendo fin a nuestra presencia y responsabilidades, antes del próximo veintiocho de febrero, mediante la constitución de una administración interina a la que se transmitirían los poderes y en la que participarían Marruecos y Mauritania con la colaboración de la Asamblea Saharaui. Así se ha efectuado, y el pasado día doce salió del Sahara el último soldado español, arriándose con honor nuestra bandera. Estos son datos ciertos; no verdades a medias o especulaciones.

Es obligado destacar que este difícil proceso ha sido posible por la eficaz actuación de nuestras Fuerzas Armadas, que han cumplido su trascendental misión con ejemplar sentido de responsabilidad y el más elevado grado de disciplina, preparación y patriotismo, vibrantemente reafirmados con ocasión de la histórica jornada compartida allí con ellas por quien hoy es nuestro primer soldado.

Pero, cumplidos todos nuestros compromisos y agotadas todas nuestras responsabilidades en el Sahara, no podemos olvidar que los vínculos espirituales contraídos con aquel territorio y con su población obligan a mucho. Es nuestra intención, una vez superada la crisis, procurar, por vías diplomáticas y de cooperación, soluciones que favorezcan la paz, la estabilidad y el equilibrio en una región que para España no puede ser indiferente.

El ejemplo de las Fuerzas Armadas

Al hilo de la exposición anterior hemos hecho una referencia obligada a las Fuerzas Armadas, ejemplo de patriotismo y de virtudes, salvaguardia de la independencia y de la unidad de la Patria y del respeto al orden institucional.

Es consciente el Gobierno de la necesaria renovación de su potencial operativo, demorada hasta ahora en beneficio de otros sectores nacionales, para alcanzar, en la medida que nos permita nuestra situación económica, los medios y eficacia proporcionados a la presencia que a España corresponde, por imperativo de la historia y de su presente, en el mundo de hoy.

A este propósito han de responder la actualización orgánica y el planteamiento de la política de Defensa Nacional, afectada por los cambios geoestratégicos producidos y por las circunstancias geopolíticas del futuro previsible.

Y ello, incorporando plenamente al personal militar a los avances sociales alcanzados, en condiciones adaptadas a las exigencias de la vida castrense, de plena e ilusionada dedicación que no tiene otro norte que los supremos intereses de la Patria.

Propósitos de activación de nuestra política exterior

La política exterior de una nación no puede ser disociada de la interior y nuestra voluntad es la de acomodar una y otra, en un conjunto armónico, integrado y realista. Dentro de las coordenadas de defensa de nuestra soberanía y seguridad, que representan los intereses nacionales permanentes, nos hallamos situados en un contexto internacional en el que están produciéndose profundas transformaciones. La interdependencia y la cooperación internacional son realidades indiscutibles que alcanzan y determinan la política de las naciones más poderosas. El aislamiento es una auténtica amenaza para la supervivencia. Por ello, la plena normalización de relaciones es algo menos que un desiderátum, pero también algo más que una simple cuestión de oportunismo.

En el plano regional de nuestro continente, el Gobierno reconociendo que el proceso de integración europea constituye un hecho fundamental, buscará con ritmo firme y gradual soluciones mutuas y aceptables que faciliten la plena integración de España en esa realidad.

En el momento actual no tenemos situaciones conflictivas que hicieran pensar en la necesidad de la utilización de la fuerza bélica; pero en el contexto de la civilización occidental, amenazada, se están considerando las alternativas posibles con la Organización del Tratado del Atlántico Norte, con el convencimiento de que la decisión que adopte deberá contar con un análisis previo de los compromisos que nuestra eventual participación en los esquemas de dicha alianza traería consigo. Por otra parte, queremos que la realidad doméstica y la acción exterior de nuestro país vayan progresivamente confirmando nuestra pertenencia al mundo de ideas que encierra el adjetivo «occidental». Durante más de veinte años, a través de nuestros Acuerdos bilaterales con Estados Unidos, hemos participado en esquemas defensivos y militares de ese mundo occidental, en condiciones que no han reflejado debidamente una adecuada reciprocidad de derechos y obligaciones de las respectivas entidades soberanas. El Gobierno, de común acuerdo con los Estados Unidos de América, ha obtenido una más satisfactoria definición para tales realizaciones de manera que nuestra aportación se ve acompañada por el debido respeto a los intereses nacionales.

España, vinculada con la gran comunidad de naciones que comparten nuestra lengua y nuestra cultura y en cuyo torrente demográfico late el pulso de nuestra sangre, desarrollará hacia ellas, relaciones afectivas y profundas, sin innecesarios excesos verbales, en un clima de cooperación fructífero y prometedor.

Como país mediterráneo, no puede olvidar sus largas y estrechas relaciones con los países árabes, con quienes desea mantener y reforzar un intercambio económico y técnico, que sea beneficioso para todos.

Antes de concluir, en este orden de ideas, quisiera reiterar aquí, la voluntad decidida del Gobierno, de restaurar la integridad del suelo de la Patria, amparando bajo nuestra bandera, esa parte entrañable de nuestro territorio: Gibraltar. Nuestro firme deseo es que la culminación de ese propósito se produzca por vías de negociación y con satisfacción mutua.

Los valores del espíritu

Queda aquí cerrado el gran capítulo de las nociones fundamentales, de las relativas a nuestro perfeccionamiento constitucional y desarrollo de determinados derechos básicos, reconocidos en el Fuero de los Españoles. Vamos a entrar en la consideración de una serie de valores, libertades y derechos, algunos de los cuales carecen de significación política en su acepción usual, pero que han de ser preservados en todo caso y estimulados en la mayor parte de las ocasiones. Me referiré, en primer término, a los valores del espíritu, para aludir seguidamente a los que contribuyen al bienestar material y hacen más fácil la convivencia.

El cultivo de los valores morales y religiosos es algo que no se agota en el plano individual de la conciencia sino que trasciende a la sociedad toda, que acusa, por igual, tanto los períodos de crisis como de exaltación. Por estas consideraciones, es lógico que el Estado español otorgue la más positiva valoración al hecho religioso, reafirmando la mejor voluntad y sinceridad en las relaciones con la iglesia, dentro de un marco de recíproca independencia y mutuo respeto.

El enfoque de las relaciones con la Iglesia e, igualmente, con las confesiones no católicas, ha de instrumentarse en el contexto de la libertad religiosa, reconocida como derecho fundamental de los españoles.

Educación, investigación, cultura

En el campo de la educación ningún esfuerzo será regateado, tratando de implicar en él a la sociedad entera, pues no hay tarea más generosa, ni de mayor rendimiento social, que la dirigida a la formación de la juventud. No pretendemos alterar los grandes esquemas establecidos por la Ley General de Educación, porque ello produciría, sin duda, sacudidas en una materia tan delicada. Pero, desde luego, nos proponemos, además de aplicarla y desarrollarla, efectuar una seria evaluación de la misma y de sus resultados, antes de finalizar el curso académico, que permita obtener conclusiones fundadas en un análisis riguroso.

Junto a la política educativa, reconocemos la importancia particular de un vasto plan de investigación científica, básica y aplicada, que nos irá librando de los riesgos de alienación intelectual, de subordinación industrial y económica y hasta de debilitación de la capacidad defensiva, Habremos de fortalecer, igualmente, nuestra vida cultural, aplicándonos, en la medida de nuestros medios, a la conservación de un patrimonio inigualable y a la exaltación de todos los valores en los que brilla el genio dé la creación artística e intelectual.

La Prensa y otros medios de comunicación social

La importancia adquirida por los medios de comunicación social en nuestra época, obliga a una seria reflexión, porque el Estado, que no debe ser beligerante, tampoco puede ser indiferente en esta materia. Afirmamos y defendemos los derechos que asisten a los profesionales para el ejercicio responsable de su función; afirmamos también el derecho de los ciudadanos a recibir una información y una orientación honestas y veraces.

Para nadie es un secreto que la Ley de Prensa e Imprenta de mil novecientos sesenta y seis supuso un gran paso en la consolidación de las bases de nuestra convivencia civil y política. Sin embargo, la experiencia de su aplicación, durante una década, será tenida en cuenta por el Gobierno, que buscará su perfeccionamiento en armonía con el grado de madurez y el deseo de colaboración leal y crítica de nuestros medios de comunicación social, lo que, indudablemente, enriquecerá el paisaje comunitario de opiniones, ideas y creencias.

Pero no cabe olvidar que no hay democracia posible si la libertad de expresión se convierte en licencia para la difamación o para las agrias actitudes a través del torpe y lamentable juego de los maliciosos ataques al honor y la dignidad de las Instituciones, los grupos o las personas. Sabemos —y lo proclamamos con satisfacción y con orgullo— que tales conductas son totalmente ajenas a la inmensa mayoría de los profesionales españoles, que tantas y tan meritorias pruebas nos han dado y nos darán de patriotismo sincero y operante, preparación intelectual, sentido político y honestidad.

Tenemos también la evidencia de que no siempre son los verdaderos profesionales quienes informan y orientan los medios de comunicación social, reflejo en algunos casos, de torpes apetencias políticas. Lamentablemente y aunque sean casos verdaderamente excepcionales, vemos como la insidia y el insulto afloran en alguna publicación y se realizan inaceptables campañas contra el Estado, la sociedad, la familia, la moral pública o el honor de respetables ciudadanos. Para evitar o corregir estas actitudes y por el propio prestigio de la prensa, el Gobierno adoptará, con energía, las medidas que procedan, inspirándose, a tal efecto, en las de aquellos países de más limpia tradición democrática.

Una política económica realista

Tan incorrecto sería el enjuiciamiento de los problemas económicos que tiene planteados el país, marginando la función social inherente a todo proceso de creación y distribución de riqueza, como demagógica la formulación de un programa social que no tuviera en cuenta, seriamente, la realidad de nuestra situación económica. Por ello, sin confundir ambos campos, que tienen caracteres bien definidos y específicos tratamientos, me ha parecido oportuno abordarlos conjuntamente.

Uno de los temas que preocupa al Gobierno, es la situación de nuestra economía, y, por ello, está decidido a abordar su política económica con un gran realismo, dispuesto a poner en ejecución las medidas adecuadas para corregir nuestros defectos y para alcanzar prioritariamente los objetivos necesarios de justicia social. Y los dos primeros criterios de esta política han de ser el más justo reparto de las cargas y sacrificios y el pleno empleo.

Una política de rentas de auténtica justicia ha de distribuir con equidad y rigor las cargas y sacrificios, y debe garantizar que la sociedad española en general, y muy especialmente los trabajadores, no vean mermado su poder adquisitivo por la erosión monetaria; y habremos de conseguir, con la colaboración y el esfuerzo de todos, elevar en los próximos años el bienestar de los españoles, sobre todo de los que no hayan alcanzado los mínimos necesarios para una subsistencia digna.

El logro del pleno empleo debe ser considerado una meta primordial. Y por pleno empleo entiendo que todos los españoles tengan un puesto donde poder trabajar a pleno rendimiento; que se creen nuevos puestos de trabajo para que accedan a ellos, tanto un mayor porcentaje de la población adulta, como las nuevas generaciones que alcancen edad laboral, así como nuestros trabajadores que regresen del extranjero. El empleo sigue inevitablemente las vicisitudes de las estructuras productivas, pero asentado siempre sobre el principio de que satisfacer el derecho a un trabajo digno y adecuadamente remunerado obliga inexcusablemente a toda sociedad respecto a sus miembros.

La iniciativa privada, cuyo formidable empuje contribuyó, en forma decisiva, a ganar la batalla contra el subdesarrollo, tiene asignado en esta hora un puesto insustituible, al que se ha hecho acreedora con su esfuerzo.

La justicia social, aspiración suprema del Gobierno

Sólo en una sociedad equilibrada puede lograrse plenamente la suprema aspiración del Gobierno: la Justicia Social. Justicia Social que, desde la vertiente de la acción económica, ha de basarse, además de en la política de rentas y pleno empleo, en una ordenación fiscal que logre la justa contribución proporcionada a la real y verdadera capacidad de cada sujeto y el cumplimiento, con seriedad, de la función redistributiva que un Sistema Tributario debe jugar en una sociedad moderna.

Deseo recordar a las Cortes que en el Pleno celebrado el pasado veintidós de junio anuncié la presentación, en el plazo de un año, de un Libro Blanco sobre la Reforma Fiscal. El empeño está en pie. Más aún. Como la conversión de un Libro Blanco en disposiciones legales requiere elaboraciones y un detallado estudio, debo anunciaros que, sin esperar a ello, el Gobierno tiene intención de presentar a esta Cámara, a lo largo del año, diferentes proyectos de Ley que, en las líneas que el Libro Blanco marcará, introduzcan las reformas más urgentes, en el indicado sentido de una justicia social y tributaria cada vez más exigentes. Concretamente, me complace anunciar a las Cortes que el Gobierno, antes de tres meses, remitirá dos proyectos de Ley, uno sobre reforma del Impuesto General sobre la Renta de las Personas Físicas y, otro, sobre Disciplina Contable y Represión del Fraude Fiscal. Por tanto, la reforma del Sistema Tributario va a ser abordada, en esta nueva etapa, con decisión y rigor, mediante sucesivas disposiciones. Y estos dos importantes proyectos de Ley se orientarán a mejorar el reparto de las cargas públicas, haciendo que cada uno tribute según su efectiva capacidad y que los que incumplan estos deberes hallen la sanción que su conducta antisocial merece.

El cuadro de nuestra política económica no puede limitarse a un repertorio de soluciones técnicas. La respuesta debe ser global y política y debe ofrecer, en un lenguaje claro, un nuevo modelo de crecimiento hacia una sociedad también renovada.

El pacto social en que deberá sustentarse esa política habrá de tener muy presente la base sindical. Confiamos en que el Congreso Sindical promoverá las medidas y adoptará las determinaciones precisas para facilitar la acomodación del sistema a los cambios operados, en los últimos tiempos, en la sociedad española.

Pero esa vía ha de iniciarse ya, creando, en trabajadores y empresarios, la conciencia de las destructoras consecuencias que trae consigo la inflación, señalando que tanto los salarios, como las rentas, deben ser tratados por una política firme y justa, en la que la inversión como remedio del paro y la mejora del subsidio correspondiente ocupen un lugar principal.

La creación de infraestructuras básicas es objetivo prioritario para afianzar y elevar los niveles de bienestar y de calidad de vida a que el Gobierno se comprometió en su primera declaración.

La ordenación del territorio y la política del suelo y de la vivienda, especialmente de la vivienda social, constituyen uno de los retos más apasionantes, juntamente con la conservación del medio ambiente y del equilibrio ecológico, problemas que requieren la definición de directrices con horizontes válidos hasta el próximo decenio.

El Gobierno robustecerá el protagonismo de agricultores y ganaderos en la modernización de su medio y procurará unas mejores condiciones de vida en las áreas rurales. Se corregirá, en lo posible, nuestra balanza comercial agraria y se potenciará el aprovechamiento armónico del medio natural.

Sin entrar en su detalle, nos proponemos conseguir unas estructuras industriales verdaderamente competitivas, atendiendo, también, con carácter inmediato, a los sectores que atraviesan mayores dificultades, como los de construcción naval y pesca marítima.

En el perfeccionamiento de los circuitos comerciales han de hacerse más eficaces sus mecanismos, rompiendo, cuando sea necesario, aquellas situaciones monopolistas, más o menos encubiertas, que elevan abusivamente los costos de comercialización. Entre otras armas se utilizará, para este fin, el apoyo que pueden prestar los movimientos organizados de consumidores que serán, y no sólo por este motivo, fomentados al máximo.

En este decidido propósito de mejora, que nos anima, queremos hacer una especial referencia a la Administración Pública, concebida, no sólo como instrumento del Estado para el cumplimiento de sus fines, sino como institución al servicio de los ciudadanos. De ahí, la inesquivable necesidad de hacer frente al desajuste entre las actuales estructuras administrativas y las nuevas realidades sociales. Las metas a alcanzar son: la remodelación de las normas que rigen la función administrativa; el logro de la adecuada coordinación y distribución de los distintos órganos de la Administración, en aras de una mayor eficacia; el perfeccionamiento de las garantías ciudadanas de los particulares en sus relaciones con el poder público; y la dedicación de una atención preferente a los funcionarios y servidores del Estado, elemento indispensable y frecuentemente marginado, para el buen funcionamiento de éste.

Señores Procuradores: temo haber abrumado vuestra atención con este parlamento que ha querido situarse con fidelidad, realismo y esperanza, en la encrucijada de un tiempo difícil, pero iluminado dichosamente por las postreras palabras del Caudillo y el primer Mensaje de la Corona. El Gobierno, consciente de la significación histórica del momento, no va a regatear esfuerzos para encontrar la respuesta adecuada. Pero sabe, igualmente, que es el pueblo español, al que vosotros representáis, el verdadero protagonista de su presente y el último responsable de su futuro.

Ese magnífico pueblo que tantas pruebas de solidez moral, de buen sentido y de lealtad profunda, ha sabido dar en los últimos decisivos meses, merece no ser jamás defraudado.

Yo le pido, una vez más, su presencia, la suya y no la de intérpretes interesados, en todas las áreas de decisión política; para que impida que nadie falsee su imagen laboriosa, ordenada y pacífica y rechace cualquier receta que conduzca a su disgregación; para que la nostalgia no sea freno sino estímulo; para que se vertebre definitivamente con sentido y dimensión nacionales, en la tarea de hacer un mañana cada vez mejor.

Porque creemos en este pueblo, estamos orgullosos de servirle con la ilusión, la responsabilidad y la entrega que merece esa empresa común que llamamos España.

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